«(Obispos, concejales, militares y curas- de gala- marchan al campo a exterminar la plaga de langostas.
Ingenieros agrónomos, con ametralladoras
en los picos más altos de las islas
-lejos de la indiscreta mirada de los tontos-
(los nativos tienen los ojos secos de mirar siempre al cielo)
Archivan comprobantes para confeccionar nóminas espaciales.)»
Domingo López Torres. 1932, poeta arrojado al litoral tinerfeño después de ser asesinado, febrero de 1937
La cueva tenía al fondo una bifurcación con dos agujeros por los que había que arrastrarse casi media hora, sintiendo una especie de sensación de claustrofobia, como si de repente quedaran atrapados en la oscuridad, muriendo lentamente de hambre y sed sin movimiento, comprimidos por el risco, sin avanzar ni adelante ni hacia atrás.
La bifurcación de la izquierda nunca la investigaron por ser demasiado profunda y estrecha, pero la de la derecha les llevaba a un espacio mucho más grande, donde podrían caber perfectamente más de cien hombres, el techo con estalactitas verdes de musgo y que goteaban, era como una especie de cúpula gigantesca, el suelo era de picón volcánico muy negro, cuando lo iluminaban con la antorcha brillaba como si fueran millones de diamantes, al fondo un charco que brotaba de la pared, un agua pura, muy fresca, que se había filtrado por miles de metros de piedra.
Pedro Artiles y Silverio Trujillo, ya conocían la gruta, más de una vez se metieron escalando desde el acantilado de Cuevas Muchas en Guayadeque, casi nadie conocía el lugar, solo ellos que eran unos locos de la naturaleza, que se pasaban días enteros perdidos en aquellas montañas remotas.
Lo que no imaginaron nunca es que acabarían allí escondidos durante meses, intentando evitar que los falangistas los detuvieran, para ellos era el lugar ideal, por eso salieron con sus mochilas desde el antiguo barrio de Santo Domingo, cuando se enteraron de que en Telde y Las Palmas ya estaban asesinando compañeros, que no tardarían casi nada en llegar a la Villa de Agüimes.
Los dos jóvenes amigos querían combatir al fascismo con las armas en la mano, pero la tibieza del gobernador civil, Antonio Boix, que se negó a entregar armas dos meses antes a los miembros del Frente Popular, de las sociedades y federaciones obreras, alegando «que la solución pasara lo que pasara tenían que ser pacífica», dejando vendidos a miles de activistas, que a partir del golpe fascista del 36 serían brutalmente torturados y asesinados sin poder defenderse.
Su vida en la caverna era tranquila, se pasaban el día leyendo, durmiendo o charlando, había una zona que entraba luz del sol por unas grietas, ese era el lugar elegido para pasar la mayor parte del tiempo, tenían algunos libros rescatados por Silverio de la biblioteca del Ateneo, la comida se las dejaba el buen amigo pastor, Luisito Bordón, en el fondo del barranco, metida entre unas piedras por donde pasaba un riachuelo.
Gofio, sardinas saladas, algún queso de cabra, pan duro, comida escasa, que tenían que racionar, ya que el bueno de Luis se la dejaba cada quince o veinte días, cuando no había vigilancia en la zona, ni rondaban las brigadas de fascistas buscando hombres evadidos.
Varias noches escucharon rugir la tierra en lo más profundo, a cientos de kilómetros, notaban que estaba viva, que en las entrañas del abismo algo se movía, una especie de presagio, como si la isla estuviera dolida, resentida, entristecida, porque la estaban regando con la sangre inocente de sus hijos.
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