“Los perros son nuestra unión al paraíso. No conocen el mal ni los celos ni el descontento. Sentarse con un perro en la ladera de una montaña en una tarde gloriosa es volver al Edén, donde no hacer nada, no era aburrido: era paz.”
Milan Kundera
Limón, era una mezcla de bardino y presa canario, pelo atigrado, fiel guardian de la vieja casa de Almatriche Bajo, jugaba con las niñas como si fuera un cachorrillo y ya tenía casi doce años en septiembre del 36, cabezón, con unas patas que dejaban huellas en el barro que parecían de oso, lo que más le gustaba era que le rascaran la panza, se tumbaba boca arriba en cuanto las crías llegaban de la escuelita en la casa de Rosarito Cabello en La Calzada, su padre, Santiago García, las llevaba y las traía todos los días con el carro que arrastraba Marita, la joven yegua que le ayudaba en las tareas agrícolas de los humildes terrenos en la Vega de El Dragonal.
Aquella noche las chiquillas atemorizadas oyeron entrar de madrugada a los cuatro nazis de Falange a las órdenes de Ricardo Fuentes, primo del tabaquero, al momento observaron como encadenaban a su padre, eran grilletes de los usados en el muelle para la carga blanca:
-¡Rojo de mierda! Maricón, ahora nos follamos a tus hijas!- le dijo el mayordomo de las tierras del cacique Van de Walle en el Lentiscal.
En cuanto hizo ademán de tocar a las dos hermanas de nueve y diez años, Limón, se le lanzó encima y le arrancó media cara de una mordida, el sicario gritaba de miedo y dolor, aullidos de hombre que parecían de lobo, que se oyeron en todo aquel paraje perdido, mientras el resto de falangistas sacaban sus pistolas y no se atrevían a disparar para no darle a su camarada.
El perro lo soltó al notarlo inconsciente, sonando la primera detonación que salió de la pistola del joven Fuentes, la bala le rozó una oreja atravesándosela, a lo que el can reaccionó mordiendo el brazo del fascista arrancándoselo parcialmente del hombro, el resto de esbirros reaccionaron con miedo cuando Limón se dirigió hacia ellos disparándole a discreción bajo el sonido atronador de las armas.
Santiago les dijo sonriendo:
-¿Se les quitaron las ganas de fiesta?-
A lo que le respondieron con un culatazo de máuser en el estómago, ya las chiquillas estaban refugiadas en la habitación de su madre que cerró la puerta con llave, viendo por la ventana como se llevaban a su esposo, metiéndolo en un camión del Conde, uno de los que usaban en los tomateros de Los Giles y del sur de aquella isla convertida en infierno.
Afuera en el patio quedó el cuerpo del perro acribillado bajo la higuera centenaria donde dormía sus interminables siestas, sorprendentemente todavía respiraba, miraba tranquilo a Rosita y Alicia en silencio, con los ojos brillantes, convencido de haberlas salvado de aquella jauría salvaje.
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