«La pobre partera sufrió todo ese dolor que llevaba en sus ojos, apenas hablaba, aparecía sin avisar en el momento preciso y previo a cada nacimiento, taciturna, silenciosa, nunca le vi una sonrisa, no se le murió ni un niño a pesar de la falta de medios».
Chago Ramírez Melián
Carmita Meneses, había estado en todos los partos de los falangistas que vinieron para llevarse a su nieto, Demetrio Marrero. Cuando la vieja partera apareció bajo el umbral de la vivienda de Lomo Verdejo, junto al cauce del Barranco Guiniguada, los nazis se quedaron paralizados, tenía fama de bruja, curandera con las hierbas que recolectaba entre el Dragonal y La Mina de agua de Utiaca en Tinamar.
Curaba todo: la anemia, el mal de barriga, la tos nerviosa, la negrura del alma, la flema sangrante, los catarros de pecho que se llevaban a la mayoría de los recién nacidos de la isla redonda. Decía en sus rituales palabras en un idioma desconocido que muchos afirmaban que venía de los pueblos ancestrales. Aquellos que fueron exterminados por los españoles en las tristes y heroicas guerras de resistencia.
La anciana se quedó plantada en la portada de la casa de piedra seca, vestida de negro en su luto eterno por la muerte de su marido y sus dos niñas en aquella crecida del 22, cuando las aguas del temporal se llevaron por delante todas las casas cercanas al cauce del río de los sueños. Miraba con tristeza y enojo a los jóvenes de la Brigada del Amanecer sin articular palabra, las armas se bajaron y solo habló el jefe de los sicarios de azul, para pedirle que por favor les dejaran llevarse a Demetrio, que era anarquista y le tenían que hacer unas preguntas en la mansión de la marquesa en la bajada de La Angostura.
El muchacho salió encorvado por el miedo:
-No quiero darte problemas Tata- le dijo al oído mientras le daba un abrazo.
La mujer se quedó como petrificada, no alcanzó ni articular unas mínimas palabras sabiendo que ya no lo vería más, viendo cómo le amarraban las manos con aquellas cadenas oxidadas, subiendo la montaña hacia el páramo perdido de Lomo Blanco, allí donde solo había unas tuneras cargadas de espinosos frutos secos y rojos, los restos destruidos por el hacha de los gigantescos acebuches centenarios.
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