«¿Cuándo fue la última vez que alguien se alegró tanto de verte, tan lleno de amor y afecto que literalmente corrieron a saludarte? Un perro lo hará por ti, diez, veinte, treinta veces al día».
Lionel Fisher
La relación de Loba con mi madre surgió desde el mismo día en que la rescatamos de la perrera de Bañaderos, en aquellos años centro de exterminio, desconozco su actual evolución y si ya existe sacrificio cero ¡Ojalá! Lola consiguió una jeringuilla para darle leche y gofio, ya que no reaccionaba al biberón, al parecer porqué todavía era demasiado pequeña. Cabía en un bolsillo. Mi vieja acostumbrada desde niña a criar hermanos enfermos y empobrecidos tras la detención de mi abuelo por los fascistas, la acogió en su cocina, de noche le ponía un bombillo encendido para darle el calor de su madre atropellada por un coche en el barrio de Pedro Hidalgo, LPGC, envuelta en una pequeña manta dentro de la caja de cartón que con los meses acabó destrozando en sus juegos interminables.
Luego la relación se hizo mágica, se comunicaban sin hablar, con solo una mirada o un gesto que podía pasar inadvertido. Así siete años juntas, vivió la interminable y durísima enfermedad de mi padre, de noche lo visitaba en su cama observando si estaba bien a cualquier hora, lamiendo sus pies o mordiendo suavemente sus calcetines.
Tras su muerte siguió la complicidad. Lola y Loba veían juntas televisión, siempre había algún resto de plato de cuchara para ella, corría por ese patio cuando escuchaba algo afuera, bajaba a toda velocidad con su peculiar ladrido ejerciendo de fiel guardiana, sin jamás rozar o tirar a su amiga inseparable, la esquivaba de forma asombrosa, cual regate de una especie de Maradona canina.
Recuerdo el día que a mi madre dejó de fluirle la sangre en su cerebro anciano, se quedó allí dobladita en el sillón de mimbre bajo los helechos. Loba no se separaba de su lado, Lola no podía hablar, balbuceaba frases ininteligibles, la perra miraba sin ladrar a los sanitarios, como si supiera que venían para ayudar, se quedó en la puerta medio triste observando como se la llevaba la ambulancia para siempre.
Antes de dos años vendí la casa de los dragos, las higueras, la gigantesca araucaria, las plataneras, las papayas, los bebederos de los pájaros; y me fui muy lejos en mi autoexilio desolado, decepcionado por el brutal maltrato a mi familia, las mentiras sobre la fosa común, el vilipendio, la humillación por parte de los testaferros políticos de los dueños de la isla.
Ahora Loba entre amaneceres y puestas de sol cuando me mira tiene algo en sus ojos del recuerdo de mi madre, más vieja, aún en plena forma, sé que la espera a miles de kilómetros de donde se crio, estoy seguro que mantiene en su memoria su olor, su ternura, sus caricias, su inteligencia emocional, esos siete años juntas en la casa de los sueños perdidos.
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