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Foto: Islas Canarias, latitud de vida
«Y la fragancia a flores desconocidas, aún no descubiertas, las luces saliendo del mar, las nubes formando un océano imposible, Estrella temblando de frio durmiendo desde la siete de la tarde en su camita de perro…»
Pareciera como si el reloj del universo paralizara el tiempo que pasé en Tamadaba en distintos momentos de mi vida: de muy joven con buena gente cerca, con mi hija de pequeña los dos solos durmiendo en la furgoneta, con perras y perros fieles inolvidables en mi memoria.
Siempre recuerdo un sueño profundo, como si esa zona mágica de Gran Canaria tuviera una energía especial bajo la tierra. No se, recuerdo observar la oscuridad, la niebla, la lluvia o el calor abrazador del verano y sentir una sensación difícil de explicar.
Puede que ese trocito del infinito tenga algo especial, quizá indescriptible para una mente racional. Por eso en cada una de esas etapas me he dejado llevar bajo el don de fluir.
Tal vez mis cenizas algún día se mezclen con el polvo de la pinocha y las jaras con su olor especial y me habite, lo habite, como habita el sol rojo a punto de alumbrar otra parte de este planeta azul, quizá único, en su viaje celestial.
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