6 febrero 2025

«Yo salté del camión y caí por una ladera llena de tuneras que me destrozaron el cuerpo, rodé y rodé hasta llegar a un sendero por el que me perdí en la oscuridad durante más de cinco horas…»

Antonio Rodríguez Peña

La madrugada del miércoles 19 de agosto del 36 una camioneta avanzaba por el camino de tierra que subía de Mascuervo a San José del Álamo. Una intensa luna llena azulada alumbraba el descampado repleto de cardones y acebuches, que los cuatro muchachos amarrados con las manos a la espalda divisaban con dificultad por el movimiento violento del vehículo que subía entre los baches apuntados por los máuser de los falangistas de Tamaraceite.

Casi en la entrada del disperso caserío, en el límite con el municipio de San Lorenzo y Teror, el chofer se desvió por orden del jefe requeté José Penichet hacia una pista de tierra muy estrecha rodeada de pinos canarios, apenas cien metros, donde había un espacio de terreno limpio y firme de forma circular con un muro de piedra que lo rodeaba, que se utilizaba para trillar el trigo y separar el grano de la espiga.

Allí los bajaron a golpes con las culatas y fuertes patadas en sus cabezas hasta arrodillarlos junto a un pequeño pozo. Los jóvenes gemían de dolor y no podían hablar por sus bocas destrozadas.

Los falanges les dispararon sin mediar palabra en sus nucas y luego como en una especie de ritual que vinieran haciendo durante siglos los levantaron entre dos y los fueron arrojando uno a uno al abismo acuático.

En un instante se hizo el silencio y se escuchaba solo algún canto lastimero de alcaraván localizando a sus crías recién salidas del nido ubicado a ras de tierra.

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