6 febrero 2025

Imagen de la conjunción de Marte y las Pléyades obtenida el 4 de marzo 2021 con el Astrógrafo STC desde el Observatorio del Teide. Daniel López / IAC

«Casa por casa nos buscaban como lobos para asesinarnos, a otros los sacaban de los campos de concentración de madrugada y no se les volvía a encontrar…»

Saulo Cadena

El joven, Juan Sixto Ojeda, sabía que esa calurosa madrugada de agosto del 36 los falangistas irían a buscarlo a la casa de su abuela Lalita, entre la Caldera de los Marteles y el Rincón de Tenteniguada. El hogar de su infancia entre un mar de tajinastes en flor y aquel olor a retama y romero que impregnaba la ropa y el pelo.

Con una pequeña sierra herrumbrosa fue cortando durante varias horas la parte delantera de los cañones de la escopeta de su padre. Un trabajo minucioso para dejarlos perfectamente alineados y que los dos disparos consecutivos fueran precisos en el instante en que los pistoleros vestidos de azul echaran la puerta abajo.

Allí estaba como un lobo al acecho, inmóvil, alerta, con el dedo en uno de los gatillos. Por la ventana se divisaba un cielo estrellado repleto de nebulosas, donde era capaz de identificar con exactitud cada constelación, incluso el planeta rojo, sobre el que tantas historias fantásticas le había hablado en noches eternas su abuelo materno, Julio Echavarren, el maestro vasco, cuando subía desde Las Palmas cada viernes por la tarde a pasar el fin de semana junto a la familia en aquel paraje remoto y alejado de la civilización.

Sobre las cinco de la mañana escuchó el ladrido de los perros barranco abajo y fue sintiendo como la Brigada del amanecer se acercaba. Simplemente se dejó llevar, sabía con seguridad que era el final de su vida con sus veinte años recién cumplidos. Afuera se oían las botas, los comentarios de los fascistas:

-Lo vamos a coger como un conejo echado- dijo una voz ronca de hombre mayor con acento peninsular.

Entonces empezaron a manipular la puerta de madera noble, dura como una piedra:

-Tiene que estar dentro, la información de Suso Melián no falla- comentó uno de los sicarios.

Luego al no poder forzar la vieja cerradura comenzaron las patadas y los golpes con las culatas de los máuser. La portada ancestral se resistía hasta que cedió y cayó entera con un estruendo:

-Aquí no hay nadie- se escuchó en la oscuridad segundos antes de la terrible detonación. Una llama estalló desde el interior y dos tiros casi al unísono.

Se hizo el silencio por un momento antes de los gritos de dolor, alaridos, llantos, olor a pólvora, dos muertos, mucha sangre, vísceras en las paredes y cinco heridos por los perdigones, que blasfemando de miedo descargaron sus balas sobre el fondo de la casa cueva de piedra seca.

Después solo el sonido de la nada, el cielo del amanecer, la niebla que se entremezclaba con el pinar, era la aurora inusitadamente roja.

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