Los coches policiales venían en dirección contraria subiendo desde la Plaza de La Feria, se bajaron como animales acorralados armados hasta los dientes, sus ojos no podían ser de personas normales, los llevaban bañados en sangre y odio.
María Luisa Castillo Amador
Después de pasar los grises se quedaron acomodados en las escaleras del zaguán de aquel bloque de la calle Tomás Morales, fue un día de disturbios pidiendo contra la dictadura, exigiendo reivindicaciones que podían parecer una locura, pero era una forma, una excusa para desgastar aquel fascismo que llevaba tantos años destruyendo la libertad de todo un pueblo, aunque ese día era especial, la Guardia Civil había asesinado al estudiante Javier Quesada en la Universidad de La Laguna.
Tomados de las manos Ramón y Concha se miraron a los ojos, pasaba la Línea 1 cargada de gente a la salida del turno de tarde, parecía un inmenso dragón recogiendo los restos de la batalla, banderas rotas con las siete estrellas verdes, hoces y martillos destrozados en el asfalto, sangre derramada de los disparos de aquellas bestias uniformadas, la oscuridad comenzaba a inundar los últimos instantes de aquel día de diciembre de 1977, en ese momento se besaron por primera vez en los labios, en aquel rincón parecían un solo cuerpo apretujado, a ella le pareció que olía a flores, al aroma de las rosas cuando las moja una lluvia tenue, los últimos chubascos antes de la primavera más caliente de los últimos treinta años.
Por instantes aquel humilde rincón parecía el jardín de los sueños perdidos, una eterna barricada de amor, caricias, susurros indefinibles, hasta los oscuros cardenales de los porrazos en sus espaldas parecieron aliviarse, de alguna ventana sonaba Víctor Jara, «levántate y mira la montaña, de donde viene el viento, el sol y el agua…,» la fragancia y el sabor de dos bocas unidas al amparo de alborada.
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