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Imagen del documental "La memoria interior, fusilados de San lorenzo", de Carlos Reyes Lima
«Nuestro ideal no llega a las estrellas: es sereno, sencillo. Quisiéramos hacer miel como abejas, o tener dulce voz o fuerte grito, o fácil caminar sobre las hierbas o senos donde mamen nuestros hijos».
Federico García Lorca
Las madrugadas más oscuras un día se alumbraron en la vieja casa de mis ancestros, la misma cueva del eterno poblado indígena de Atamarazayt, donde quedó el legado de un pueblo que perdió su libertad tras una Conquista devastadora, luego convertida en hogar entre los restos de las hogueras y las cenizas aromáticas de los rituales.
Magec, el sol, el sagrado don de la luz calentando la piel de un pueblo esclavizado, quinientos años de caciquismo salvaje, de explotación, de abusos de poder, de genuflexión y servilismo a los dueños de la isla, el derecho de pernada impuesto como norma para satisfacer los vicios de aquella oligarquía criminal, la misma que encabezó el holocausto canario sobre miles y miles de personas de bien que vieron en la República todas sus ansias emancipadoras, librarse de aquel yugo, de las cadenas que obligaban a trabajar de sol a sol por una triste limosna.
Como de alguna forma fuimos capaces de esbozar sonrisas, de por unos años, a pesar de la losa cruel del recuerdo de nuestros muertos acribillados, del pequeñín con la cabeza destrozada por aquel falangista borracho la noche de Navidad del 36, pudimos encontrar lo más parecido a lo que llaman felicidad.
Diego y Lola, quienes me dieron la vida en una noche de amor y deseo, para años después en el mismo hogar de los antepasados que vinieron de más allá del horizonte, alumbrar la misma lumbre de amor por su nieta, trazar un velo de olvido incompleto, aunque Pancho se siga pudriendo en la misma fosa común, aunque los actuales dueños de la isla de coche oficial, vicios caros, IPhone, dinero negro, codicia, soberbia y prepotencia ilimitada, nos cierren las puertas a recuperar esos huesos amados, tan solo para enterrarlos junto a los otros abuelos, las abuelas del susurro y el miedo, echados en el mismo lecho funerario, para que en las noches frías de invierno se acompañen entre los trazos fraternos de la eternidad.
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