«(…) Un hombre que cosecha y arroja todo el viento
desde su corazón donde crece un plumaje:
un hombre que es el mismo dentro de cada frío,
de cada calabozo…»
Miguel Hernández (Las cárceles)
Ramón Robayna, empezó poniendo migas de pan junto a las rejas de la ventana de la celda que daba al barranco Guiniguada, en poco tiempo los gorriones parecían no temer la cercanía humana, venían siempre los mismos, cada pájaro se podía identificar, cada uno tenia su peculiar forma de comportarse, los había tímidos, apenas se posaban en los barrotes, iban y venían desde la inmensidad exterior al cautiverio, otros en cambio eran confiados, se posaban mirando a las viejas literas donde dormían hacinados más de diez presos en un recinto donde cuatro ya eran demasiados.
Las pequeñas aves parecían entender el sufrimiento de los hombres, allí encerrados como ángeles enjaulados después de conocer la libertad del cielo.
Ramon, era un preso político entre presos comunes, estaba condenado a veinte años por ser miembro de una célula clandestina del partido, lo detuvieron poniendo pintadas en el frontis de la grada curva del Estadio Insular: ¡Franquismo asesino! ¡Abajo la dict…! Así quedó el grafiiti elaborado con pintura roja, a brochazos, junto a una hoz y un martillo con una estrella internacionalista.
Los policías armados llegaron como fieras en varios coches por el aviso del guardián del campo de la UD Las Palmas, eran cinco muchachos, tres corrieron hacia Las Arenas desapareciendo en la oscuridad de las dunas, los dos que pintaban se quedaron helados, no tuvieron tiempo de reaccionar, centrados en su acción clandestina, fueron esposados a golpes, todavía con las manos manchadas de una espesa pintura que olía a taller de chapa.
En la cárcel tras el juicio militar su compañero había fallecido, la versión oficial que se había tirado por la ventana del Gobierno Civil, su camarada había cumplido tan solo cuatro años, una eternidad para un joven de poco más de veinte años, sabía que saldría de allí con casi cuarenta , que afuera la vida seguía, que su antigua novia Felisa, se había casado con Feluco Jorge, el falangista torturador del barrio de Arenales.
Los pájaros parecían espectadores atónitos de un clásico drama teatral, los reclusos no se hacían daño, no discutían, se cuidaban en silencio con sus miradas, cada uno respetaba su mínimo espacio, compartían los regalos familiares, troceaban las rapaduras, los caramelos, los cigarros, las chocolatinas siempre por igual, seres desamparados, crias de aves desconocidas en un insólito nido infernal, aprendices de amantes sin destino, humildes soñadores harapientos, integrados en la grieta de cualquier muro de una ciudad invadida por la tristeza.
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