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Minutos antes de ser fusilada y enterrada en una fosa común, Soledad Amorós Girona, pudo ser fotografiada con su niña en Almoradí (Alacant) en 1941
«Yo me acuerdo de lo destrozados que estábamos en el entierro de mi hermano Braulio, como la gente del pueblo nos miraba pero nadie se acercaba a darnos el pésame, tú abuela no paraba de llorar a gritos, la cara de mi hermanito que era como la de un ángel, la soledad que sentimos fue como si nos clavaran a todos un puñal de tristeza en el corazón».
Diego González García
«(…) Aquel día de Navidad de 1936 fue el más triste de mi vida, a Braulio muerto lo tuvo toda la noche tu abuela en brazos, no sé si en su tragedia pensaba que seguía vivo, pero ella lo acunaba contra su pecho, incluso varias veces vi como le puso la teta en la boca pa que comiera, pero el niño estaba muy frío, la carita blanca de la muerte prematura. Por la calle no dejaban de pasar falangistas conscientes del crimen que habían cometido, incluso uno trajo unas flores y las puso en la puerta, pero yo salí y se las tiré en la cara llamándolo ¡Asesino! Ellos sabían que habían hecho mal, que asesinar a un bebé de cuatro meses sobrepasaba todos los límites de aquel genocidio en la isla de Gran Canaria. Por eso cuando salimos a las seis de la mañana caminando hacia el cementerio de San Lorenzo, al negarse el cura de Tamaraceite a hacerle una misa funeral, salimos las dos solas con los niños, con tú padre y los hermanos Lorenzo y Paco, a Braulito lo llevábamos en una caja de tomates tapado con tela de saco de papas, si le mirabas la cara parecía un angelito, a tu abuelo lo tenían detenido todavía en el Cuartelillo por abajo de casa. No creo ni que se enterara de que pasamos muy cerca de allí, lo tendrían ya molido a palos y golpes por ser el secretario de la Federacion Obrera del pueblo, además de miembro del PCE y del Frente Popular. Por el Camino Viejo a San Lorenzo había muchos hombres trabajando la tierra, varios, muy pocos, jugándose la vida, se quitaban el cachorro o la boina y se la ponían en el pecho llorando. Detrás, a unos veinte metros venía el coche de Juan Santo, que era primo hermano nuestro, detrás y delante iban hombres armados vestidos de Falange. Yo todavía no sé que daño podría hacer el entierro de un angelito con la cabecita destrozada, dos pobres mujeres y tres niños que no pasaban de los doce años. En el cementerio nos esperaba Juan Pedro Ojeda que era el sepulturero aquellos años, era muy amigo de tu abuelo, el pobre trataba de disimular el dolor, solo me dijo a mi en voz muy baja mientras los falangistas nos observaban desde la puerta: -¿Y Pancho está detenido ya, se entregó?- Yo le dije: -Desde la misma noche Juanito, su miedo es que mataran también a los demás niños- Él movió la cabeza de un lado a otro y vi como le salían las lagrimas mientras metía al chiquillo en la tumba que había cavado en el suelo, menos de medio metro de profundidad, en la parte del campo santo donde enterraban a los bebés. Tu abuela lloraba a gritos, yo recé un Padrenuestro, es lo único que pude porque tenía la voz rota, me había quedado ronca de la noche tan terrible que pasamos. Luego Lola se tiró encima de la tumba y no quería marcharse, le daba besos a la tierra, la pobre se llenó toda de barro, los falangistas miraban, uno de ellos quiso gastar una broma sobre el culo de tu abuela y de que se le veían los muslos en el suelo, pero el jefe requeté Penichet le dijo que se callara, que respetara por el amor de Dios, de allí salimos las dos hermanas y los chiquillos, de regreso, no había nadie en los campos de cultivo, como si se los hubieran llevado a todos el diablo, el viento era tan fuerte que casi no podíamos avanzar, comenzaban a caer gotas gordas con tierra del desierto…»
Testimonio de mi tía-abuela Rosa García López.
Conversación mantenida en su casa de El Puente, Tamaraceite un día de Navidad de 1974.
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