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«Se lo llevaron con lo puesto, yo les pedí que le dejaran ponerse los pantalones, pero el falangista dijo que donde iba no necesitaba ropa».
Francisca González Rodríguez
Mi madre y sus hermanos, testigos directos desde sus inocentes ojos infantiles de lo peor del ser humano, esperaban cada día que por el callejón subiera su padre, mi abuelo, ya enfermo de tuberculosis en el campo de concentración, tristemente pasaron muchos años y Juan no llegaba de aquel infierno, niñas, niños que observaron tanto crimen fascista, tanta hambre y miseria en una isla invadida por la malicia, el odio de clase desmedido de unos pocos que asesinaron a miles solo por pensar diferente.
Su juego más divertido era mirar el caldero sobre el fogón de leña, con el agua hirviendo con hinojo, la fantasía de un guiso hipotético, aquel manjar que mi abuela les iba contando mientras se dormían en el camastro de paja, con la barriga vacía, los dientes masticando unas papas jugosas, imposibles, una carne de pollo que se desharía en sus paladares pequeñitos, deseosos de llevar a sus estómagos vacíos el manjar de los dioses olvidados.
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