«(…) El campo de La Isleta fue de lo peor, allí se daba mucha leña y había montón de oficiales y falanges de gatillo fácil, cabos de vara, que eran presos traidores, que se ensañaban con cualquiera siguiendo las ordenes de aquellos asesinos, los compañeros de Tenerife y La Palma decían que aquello no lo habían visto nunca, de la mañana a la noche sonaban disparos, los palos, las palizas constantes, yo creo que si hay infierno debe ser algo parecido…» Miguel Florido Santana
«(…) Cuando bajamos del barco en el Muelle de La Luz ya se notaba la tensión, todo el mundo parecía enfadado con nosotros, con los presos que traían de la isla hermana. Allá en Tenerife también era terrible, también asesinaban salvajemente, recuerdo un solo día más de quinientos fusilamientos de compañeros del campo de Fyffes, pero nada más subir La Isleta en aquella guagua pequeña que olía petróleo notamos las miradas de la gente, el miedo incrustado en sus pupilas, vimos un puño cerrado desde una ventana de alguien sin rostro, alguien que se jugó la vida por apoyarnos, un ¡Viva la República! de una voz ronca, bajita, casi inaudible, como de una persona muy enferma o tal vez que no había dormido en meses. La caravana se paró un momento, bajaron como fieras los falangistas y militares, no encontraron sino a un niño con un gorro echo de periódico estilo Napoleón, lo trajeron por la oreja delante del teniente Castillo, que le metió cuatro bofetadas y lo mandó con su madre. La voz ronca yo sabía que seguía allí agazapada, el puño cerrado seguía apretado en una mano obrera, rabiosa, hombre o mujer, enquistada de dolor, de tristeza, de venganza, de impotencia de ver que nadie más era capaz de enfrentar lo inevitable, sin armas, sin fuerza, sin amor, desesperados. Seguimos y yo vi alguien detrás de aquella ventana, tal vez solo lo intuí, era una sombra, un fantasma, que miraba por la rendija, una figura escuálida, cansada de ver subir hombres que luego bajaban por el otro lado, por la calle Faro, por Albareda, por Sagasta, tiesos, acribillados, convertidos en cadáveres amontonados unos sobre otros en el «camión de la carne», de cuerpos jóvenes y fuertes, héroes del pueblo asesinados sin homenaje, sin esperanza, sin futuro. Por eso cuando llegamos y cruzamos el umbral del campo de concentración notamos enseguida que aquello era distinto, se escuchaban las detonaciones de los fusilamientos, cientos de ejecuciones diarias, los gritos de los hombres que en ese preciso instante eran torturados, apaleados, caras, más bien siniestras calaveras, que asomaban de los barracones, mirando como llegaba más carne fresca, más hombres rojos como la sangre, aquella que corría todavía caliente por la tierra volcánica…»
Testimonio de Domingo Herrera Darias, maestro de escuela, nacido en La Gomera, vecino de Vilaflor, Tenerife, preso en los campos de concentración de Tenerife y Gran Canaria entre 1936-1942.
Entrevista realizada por Francisco González Tejera, en Los Llanos de Aridane (La Palma), el 18 de julio de 1998.
Más historias
Lola en su laberinto
Silencio de padre
Recortada