6 febrero 2025

Ministerio del Interior. Biblioteca de la DGIIPP. Prisión de Sevilla, s/f.

«No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente».

Virginia Woolf

A las veinte mujeres las sacaron de las celdas de las monjas de clausura del viejo convento del barrio colonial de Vegueta en Las Palmas GC, allí las tenían presas hacía varios meses sometidas a tortura y abusos por parte de pistoleros falangistas y guardias civiles. Todas eran hijas y esposas de hombres asesinados en los primeros instantes del golpe fascista del 36, detenidas en sus casas o cuando se acercaban por los centros de tortura del Gabinete Literario o el Colegio La Salle de la calle Luis Antúnez a preguntar por sus familiares en muchos casos ya muertos. Su único delito era tener algún vinculo con los sentenciados a desaparecer en cualquier lugar de exterminio de la isla.

Esa tarde las metieron en las duchas colectivas de los sótanos del caserón del obispado junto a la Catedral de Santa Ana, las asearon concienzudamente, cada una con una monja al lado, las regaron de perfume francés, obligándolas a ponerse vestidos verdes o rojos a la moda en aquellos años en Europa, ropa interior de encaje, faldas ceñidas, algún collar de perlas falsas y hasta pendientes de fantasía que simulaban oro y plata.

Sobre las siete de la tarde algunas con algún ojo hinchado o labios rotos por el maltrato constante las montaron en varios coches negros marca Ford propiedad del Marquesado y el Condado hacia un destino desconocido, llevaban capuchas negras que les impedían reconocer el recorrido que duró casi dos horas en muchos momentos por caminos de tierra.

Cuando los vehículos pararon junto a una mansión en el centro de una hacienda gigantesca rodeada de plataneras, árboles frutales y ornamentales que daban mucha sombra les quitaron las caperuzas, las chicas casi no podían ver por tanto tiempo en la oscuridad, solo divisaron las luces de la inmensa residencia señorial, olor a parrillada de carne, música de fiesta y las voces de los hombres que participaban en el evento festivo:

-Ya están aquí las damas señores- dijo imitando el acento francés el músico y mando de Falange, Del Río Ayala.

En ese instante se paralizó todo, la música dejó de sonar y se acercaron al grupo de jóvenes, la mayor no pasaba de veinticinco, la más joven apenas quince años:

-Lo primero es ver el material que nos traes camarada, por lo que veo algunas vienen ya usadas maricones pero huelen bien- comento con una voz ronca de acento murciano con un parche en el ojo derecho, Luis Sanabria Montero, coronel de artillería.

Las chicas formaban cabeza gacha un círculo inconsciente de protección ante aquella jauría de uno treinta hombres, en su mayoría con uniformes, yugos y flechas, medallas al pecho y estrellas de oficiales en mangas y hombros, alguno con sotana, otros en chaqueta y corbata de civiles pero con trajes muy caros lo que daba una idea de su estatus social. Vestían de gala para la ocasión, no se veía ni una mujer que participara en la fiesta, solo algunas criadas que servían la comida y la bebida abundante.

Enseguida les dieron a cada una un vaso de ron que se tuvieron que beber casi a la fuerza, algunas tosían por la falta de costumbre ante la alta graduación alcohólica, lo que generó risotadas colectivas entre aquella especie de jerarquía surrealista que las rodeaba en aquel paraje perdido bajo una noche estrellada, mirándolas de forma inquisidora, algunos directamente les cogían las tetas, el culo o les levantaban las faldas. Las muchachas ni se inmutaban, se dejaban hacer, ya habían recibido suficiente leña en el convento por resistirse a los tocamientos y violaciones que venían sufriendo las últimas semanas:

-No tendrán la purgación estas rojas de tanto uso- afirmó un hombre gordo de unos sesenta años con ropa de mando requeté.

-Tranquilo excelencia, todas han pasado la revisión médica esta mañana y están en perfecto estado- contestó sonriente Pelayo de Lugo, un joven conocido por ser miembro de una familia de Grandes de España dueños de los tomateros y cultivos de medio sur de la isla.

Dos de las monjas que las acompañaban en los autos las fueron subiendo una a una a cada habitación con cama de matrimonio, allí las fueron dejando, junto a cada lecho una mesa con ramos de flores, botellas de varias marcas de alcohol de la época, una palangana para lavarles el pene a los que se decidieran a subir para mantener relaciones forzadas con ellas.

Abajo seguía la fiesta, se escuchaban los gritos, las risas por el exceso en la bebida de aquellos personajes sin piedad, los himnos patrios, los ¡Arriba España! ¡Viva Franco! Llegó incluso un grupo de guitarristas y timplistas en un camión de los Betancores para amenizar con música folklórica, boleros y tangos la celebración del 18 de julio del 37.

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