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Las torturas eran algo habitual en la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol. MIGUEL BRIEVA
“…Llegaron hasta nosotros en estado altamente violento, nos agarraron del pelo a los dos, en mi caso con mayor intensidad por llevarlo muy muy largo. Nos empujaron zarandearon, y Billy el Niño me empezó a dar golpes con los puños en la cabeza y en la espalda, y me tuve que proteger la cabeza haciéndome más vulnerable por la espalda…”.
Francisca Villar del Saz y Aragonés
Marianela Cabrera, compartía piso en la calle de Atocha, muy cerca de la Plaza Mayor, Madrid, con tres compañeras más de la Universidad Complutense, ella estudiaba historia, vino de Las Palmas GC, casi una niña, repleta de ilusiones, cuando a pesar de ser de una familia muy humilde del barrio capitalino de El Risco de San Nicolás, logró que su tío Pedro, fabricante de velas en Albacete, se hiciera cargo de cubrirle los gastos de matricula y alojamiento.
-Nunca le he podido agradecer del todo lo que hizo por mi, estaba condenada a estudiar secretariado en cualquier academia de Canarias, pero gracias a Perico pude irme a vivir a Madrid- me dijo todavía emocionada tantos años después de acabar su carrera.
Su relato de la detención en plena calle por la policía armada tiene muchas lagunas, solo recordaba el instante en que la esposaron en el suelo tras golpearla en la cabeza con una porra, ella no podía correr como sus compas, la rodilla fastidiada por tantos años de voleibol en las canchas del colegio Claret en El Lugo, fue un problema, se tuvo que refugiar en una tienda de costura y telas, allí la dueña, una señora mayor vestida de negro, salió a la calle dando gritos:
-Aquí hay una, aquí hay una- con su voz delatora a los sicarios armados.
De allí la metieron en aquel todo terreno gris, el mundo era gris en aquellos momentos, su herida en la cabeza, la sangre le nublaba la vista, no veía por donde iba, solo por algunos instantes cuando le dejaron levantar la cabeza adivinó que iban por algún punto cercano a la calle Libertad, muy cerca de la Gran Vía.
Cuando salió del jeep ya estaba dentro de aquel edificio antiguo, de paredes altas, con olor a zotal, sumidero y comida recalentada, sin soltarle las esposas la bajaron por una escalera y la hicieron recorrer escoltada por dos policías un largo pasillo que parecía no tener fin, se escuchaban llantos, alaridos, ruegos de que no les siguieran pegando, voces masculinas, femeninas, voces jóvenes, casi niñas, voces de personas mayores, tal vez ancianas, una especie de coro del dolor ilimitado.
Allí la tuvieron sentada varias horas, no le dejaban levantar la cabeza, tampoco ir al baño, adivinaba el paso frágil, desequilibrado, tambaleante, de quienes pasaban a pocos metros por el pasillo, veía la sangre en el suelo, la estela roja que iban dejando después de salir de las cámaras de tortura.
A Marianela le temblaba el alma, ya no las piernas, un sudor helado la bajaba por los muslos hasta las rodillas, pensaba no sabía porqué en los días de playa en Las Canteras, en el sabor de las tortillas de papas de su madre, los barquillos de postre con helado, las risas en pandilla con el clavo como protagonista, el juego ancestral que vino del otro lado del mar, la guitarra de Juan Andrés Bello, las canciones de resistencia en pleno franquismo, las que cantaban bajito para que los guindillas vigilantes o cualquier somatén nos las escuchara, allí sonaba Víctor Jara, aquel desconocido llamado Silvio Rodríguez, Serrat, un tal LLuis LLach, de Paco Ibáñez ¡A galopar. A galopar, hasta enterrarlos en mar!
Cuando le tocó el turno, el gris la tocó en el hombro y la incorporó por las axilas, sus piernas no parecían responder las órdenes de su cerebro, entraron en un recinto infinitamente pequeño con una mesa y dos sillas, en la esquina una especie de camilla de madera con cuerdas, sentado un hombre pequeño, con melena, con ojos muy brillantes que la miró de arriba abajo:
-Carne fresca y joven, buenas tetas, buen culo, vamos a pasar un buen rato-Luego a la pobre Mariola se le hizo la oscuridad en su memoria:
-Fue como si se apagara la luz de repente en mi cabeza en ese preciso instante, se que me hizo de todo, lo vi esnifando cocaína como un poseso, estuve dos semanas sin poder caminar, mi vagina y mi ano con fisuras y desgarraduras que me certificaron en urgencias de La Paz, todo se borró, no presenté denuncia, era inútil, recuerdo en algún momento ver el suelo, solo el suelo repleto de vomito y semen, porque me tenían colgada por los pies-
-Seguramente es mejor así, el tratamiento del riñón es de por vida, las cervicales no se me curaron jamás, trastorno crónico de ansiedad, depresión mayor, secuelas de aquel tiempo, terminé la carrera, sigo siendo profesora de Secundaria en Coslada, no he vuelto a Las Palmas, la memoria la tengo grabada a fuego en mi pecho-
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