6 febrero 2025

Dignidad de las hermanas

“Es hora de aullar, porque si nos dejamos llevar por los poderes que nos gobiernan, y no hacemos nada por contrarrestarlos, se puede decir que nos merecemos lo que tenemos».

José Saramago

Davinia y Sara, subieron andando el sendero que une Mascuervo con San José del Álamo, en las mochilas llevaban dos dragos engordados en su casa del barrio de La Calzada, conocían el lugar exacto donde los falangistas de Tamaraceite habían asesinado y enterrado a su bisabuelo, Juan Ramírez Torres, junto a su compañero de la Federación Obrera, Narciso Ortega Fernández, el 29 de septiembre de 1936.

Las muchachas estudiantes de magisterio y trabajo social, habían visto morir a su abuela aterrada por aquellos crímenes, entristecida por la carencia de justicia y reparación en las Islas Canarias, se criaron escuchando entre susurros la vida de aquel buen hombre al que quitaron la vida tan solo con veintisiete años.

Ambas habían desechado implicar al Cabildo en una posible exhumación, viendo cómo habían tratado a las familias de dos de los fusilados de San Lorenzo, pisoteando la memoria, humillando la memoria, mientras negaban cualquier posibilidad de exhumación de la fosa común del cementerio de Las Palmas.

Las hermanas estaban muy molestas por la dejación de la institución insular, junto al departamento de genética de la Universidad, que ningunearon las múltiples peticiones de pruebas de ADN a sus familiares ya fallecidas con todo tipo de retrasos y excusas absurdas.

Por eso decidieron realizar un íntimo homenaje clandestino, plantar los dos ejemplares de Dracaena sobre la humilde fosa en aquel lugar perdido, localizado gracias al testimonio de uno de los falangistas que participó en el crimen, cuando aquella noche de mayo de 2012 llamó a su abuela para decirle que estaba muy enfermo de cáncer, que le rogaba su perdón y que por eso le especificaba el lugar exacto del enterramiento

.Cuando llegaron agotadas por la cuesta, se sentaron un rato entre dos acebuches gigantes, caía una fina lluvia, tenían marcado con piedras aquel espacio de muerte, abrieron dos agujeros plantando los árboles endémicos, regarlos con una garrafa de agua, meditar en silencio y leer en alto varios poemas de García Cabrera, Lorca y Miguel Hernández.

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