7 febrero 2025

El hijo del cura

Acontece, pintura de Gracia Barrios. Museo Nacional de Bellas Artes de Chile

«¿Quién habla estos días de Franco? Grajo feliz con la peste de los demás. El fascismo se nutre de cadáveres, o de su olor. Y nosotros no tendremos más remedio que cruzarnos de brazos. Y ver. Y morir esperando. Esperando, ¿Qué?»

Max Aub

Santiaguito Massieu Ferreras, no tenía padre ni madre conocida, no se sabía porque llevaba esos apellidos, todo el mundo decía en San José, que por su parecido físico, era hijo de don Antonio Belmonte, arcipreste gaditano de gran parte de las parroquias cercanas al barrio colonial de Vegueta, tampoco tenía profesión, ni trabajo que se supiera, nadie sabía a que se dedicaba, pero tenía mucho dinero, por eso vivía en uno de los caserones con patio interior junto al barranco de Guiniguada, al parecer heredado del conocido diacono, muy cerca de la catedral y la Plaza de Santa Ana, vivía solo y era mayor de cincuenta años, no se le conoció novia, ni pareja, solo su vinculo con Falange antes y después del golpe de estado del 36, en ese momento su fama de pendenciero y violento aumentó considerablemente, asumiendo gran parte de la represión sobre la gente de la izquierda detenida y asesinada en esta zona de la capital.

Tenía fijación por los chicos jóvenes, se le veía acceder con muchachos en la vivienda, en algunos casos menores, los vecinos decían que entraban pero no salían hasta varios días después, pero eso terminó desde que se implantó la dictadura en las islas, en ese instante tenía acceso carnal con quien deseara, se iba a las comisarías montadas por Acción Ciudadana y los falangistas, centros de horrendas torturas y todo tipo de crímenes, rondando en sus correrías con las brigadas nazis del amanecer, primero el campo de concentración de La Isleta, el de Las Torres y luego el de Gando, donde elegía a sus víctimas, normalmente muchachos de no más de veinte años, a los que sodomizaba salvajemente en cualquier cuarto oscuro.

Los amarraba con las manos delante, una especie de atadura que los dejaba casi inmovilizados porque la soga de pitera les rodeaba el cuello y la cintura, apretando sus manos contra sus genitales, así los podía colocar a cuatro patas donde quisiera y saciar su psicopatía entre los gritos de aquellos pobres diablos, que luego eran asesinados por el mismo, le gustaba cortarles la yugular y disfrutar viendo correr la sangre por sus cuerpos, otras veces ordenaba que les dispararan en la nuca a pie de cualquier pozo, en agujeros volcánicos o en la misma Marfea, donde eran arrojados al abismo para siempre.

Santi, como le llamaban los más íntimos de la organización fascista, desprendía un fuerte hedor a putrefacción, pareciera que de tanto crimen se le hubiera quedado impregnado en la piel el desagradable aroma de la muerte, por eso en las misas de la ermita de San Juan o en la catedral la gente evitaba sentarse a su lado, sobre todo cuando eran cultos poco frecuentados y la iglesia no estaba abarrotada de fieles.

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