Sonido de ambulancias, de música estridente, de cánticos, el himno nacional, de fondo se percibía algún llanto lejano, gente que gritaba desesperada, el hambre ya estaba antes del Coronavirus…
Dos militares con muchos galones hablaban en la rueda de prensa del gobierno como si hubiera estallado una guerra, pero lo que había volado por los aires era el sistema sanitario, la pobreza salía a borbotones de las casas con apenas quince días de paralización del sistema, algunos políticos echaban flores a un tal Amancio y a una marca de chocolates que había subido el sueldo de sus trabajadores, callaban ante los despidos masivos de Telepizza y otros bien peinados decían eufóricos las cifras fallecimientos como quien celebrara una victoria:
-Solo 565 muertes.
-Oficialmente son 20.000, pero parece que son muchos más, lo sabremos al final de todo esto.
María Lourdes se preguntaba:
-¿Pero cuándo será ese final si ya tengo la nevera vacía? que los trescientos y pico euros que va a dar el Gobierno Canario no serán suficientes para darle de comer a mis tres chiquillos.
Los hombres bien vestidos, maquillados, guapos seguían hablando sin parar, también los militares llenos de medallas que contaban una especie de crónica de temas banales de robo de naranjas, de locos corriendo por la calle, como si aquel guineo interminable sirviera para llenar la barriga de sus chiquillos hambrientos.
La muchacha salió al balcón, el vecino de arriba ya tenía preparado el teclado y los altavoces enormes para entonar el «Resistiré» de las ocho, junto a otras canciones de verbena que le destrozaban los tímpanos.
El pequeño piso de cuarenta metros temblaba, la gente iba a empezar a gritar y aplaudir como cada día al ritmo de la pachanga y el reggetón, ella no le veía sentido, estaba desesperada, pero la televisión solo trasmitía aplausos, aplausos a un taxista despistado, aplausos a personas que salían con el Alta del hospital, aplausos a la policía que se estaba hinchando a dar hostias y meter multas.
-¿Mamá, Mamá, ya vas a poner la cena? dijo el pequeño Acorán.
María Lourdes le sonrió y le dio una palmada en su mano abierta, sacó del fondo de la despensa vacía tres papas con raíces, las cortó lentamente como tratando de aumentarlas de tamaño, las peló y las metió en un caldero con agua caliente y sal. El sonido atronador no la dejaba pensar y se quedó en la ventana mirando las nubes negras que invadían el horizonte.
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