«No le perdonaron nunca sus simpatías con la Federación Obrera, que hubiera estado en silencio en la concentración jornalera que insultó al Conde y la Marquesa cuando entraban al Gabinete Literario, que estuviera del lado de los oprimidos, que su fútbol fuera un canto a la liberación de los pueblos, que siempre celebrara sus goles puño en alto».
Domingo Santana Suárez «Cabuco»
Siempre jugó en regionales, el campo Antonio Rojas de Las Rehoyas era su talismán, allí si te caías te raspabas hasta el alma sobre la tierra dura y las piedras, pero Reyero, como lo llamaban en el mundo del Fútbol, se hinchaba a meter goles, «los mete hasta con el culo», decían en la cantina que olía a carne de cochino y ron aldeano.
Aquel día insólitamente había mayor presencia policial, los tricornios y gorros rojos de Falange inundaban cada esquina del campo.
Juanito Reyero, tenía su día, había marcado ya tres goles al Porteño en ese domingo a las once de la mañana, su movilidad en la delantera solía ser imparable, no había central que lo pudiera marcar, hasta le ponían dos tíos encima que se llevaba con suma facilidad, haciendo un regate diabólico, casi eléctrico.
El deportista se ponía siempre de espaldas al área contraria y cuando llegaban los balones bombeados los paraba con el pecho, se movía de lado a lado del campo, era imposible quitárselo, se iba girando con el defensa pegado, hasta que lanzaba un taponazo que entraba directo por la escuadra.
La otra jugada magistral, una asistencia al rápido extremo de Tamaraceite, Ramírez Martel, un nuevo golazo que el público enfervorizado celebraba, que comentaba en corrillos desconcertados de como ese muchacho no estaba jugando ya en la UD Las Palmas:
-Hay que tener padrino compadre- dijo un señor mayor mientras se echaba a pecho un pizco de ron, aquí si no eres de la camarilla del régimen no tienes nada que hacer, jamás pisarás el césped del Insular.
Reyero, estaba sentado en el vestuario, cabeza gacha, pensando cada jugada, se solía fumar un Virginio en esos quince minutos de asueto, tabaco negro del fuerte, que inundaba de humo oloroso todo el vestuario, a la vez movía las piernas para no enfriarse, unos muslos que eran de acero.
En eso los guardias comenzaron a rodear la chabola que hacía de lugar para cambiarse los jugadores, dos Falanges entraron y sacaron encadenado al pobre Reyero, llevaba una soga muy gorda al cuello, apretada hasta casi el asfixie, unas esposas en sus muñecas, vestido de fútbol, todavía ante el asombro de los cientos de aficionados, no lo dejaron ducharse, casi a punto de comenzar el segundo tiempo, se lo llevaron a los coches que tenían aparcados en la calle Pino Apolinario, cerca del chalé de los Betancores.
El muchacho no hablaba, andaba junto a los hombres armados como si supiera que se le acababa la vida, sus rodillas eran piedras, el número nueve a la espalda, se lo llevaban a un futuro incierto, corría el año 1949 en aquella ciudad desolada.
Más historias
Lola en su laberinto
Silencio de padre
Recortada