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El Ministro-secretario general del Movimiento Fernández Cuesta con el cura y delegado nacional de Prensa y Propaganda de FET y de las JONS, Fermín Izurdiaga Lorca
«Don Juan, el cura de Telde, estaba presente en cada ejecución, parecía disfrutar dando tiros de gracia en la nuca, participando en las palizas a los presos republicanos, era una mezcla de santurrón y psicópata, fascista, borracho y putero hasta la médula, convencido de que aquel genocidio era una Santa Cruzada».
Sor María de la Cruz Novoa Fuego, maestra y novicia asturiana durante tres años en el convento del Cister de Teror antes de renunciar a los hábitos
Cuando Juan Sanabria Martel, el conocido cura de Telde pistola al cinto, le puso solemne la hostia en la lengua, musitando mirando al cielo con los ojos en blanco: “El cuerpo de Cristo hijo mío”, al viejo maestro de escuela anarquista, viudo y vecino de una casita con huerto y frutales en el barrio de La Higuera Canaria, Hipólito Cabello Florido; fingiendo el docente que oraba con devoción emocionada cabeza gacha y sumiso.
Hasta que en un instante y aprovechando el éxtasis colectivo se la escupió en la cara con una buena cantidad de flema que olía a tabaco Virginio negro, de las que se fumaba dos cajetillas diarias entre clase y clase en la escuelita del barrio de San Juan.
El sacerdote se quedó helado notando el calor del escarro consagrado en su rostro obeso, pesaba más de 120 kilos, hasta que reaccionó con ira y vergüenza en menos de veinte segundos entre el desconcierto general de los reos que iban a ser fusilados, junto a los miembros del pelotón de fusilamiento de cuyos rostros surgió alguna sonrisa disimulada ante el dantesco espectáculo.
Sanabria, con los ojos enrojecidos de rabia sacó la Star y se la metió en la boca al maestro rompiéndole violentamente los dientes hasta la garganta, tosiendo mucho el veterano profesor, asfixiado por el arma no paraba de reírse y de mirarlo a los ojos con gesto de burla:
-A este maldito demonio no lo fusilen, déjenmelo a mi que yo me encargo de consagrarle esos cojones que le voy a destrozar a disparos hijo de la gran puta-
El valiente Hipólito sabía que ya estaba muerto, que aquella era su última acción libertaria a sus bien llevados 74 años. Pensó en sus dos nietillas a las que adoraba, a su alumnado, niñas y niños humildes, hijos de jornaleros empobrecidos, las clases al aire libre de caminata por aquellos barrancos, donde todavía corría agua y había una frondosa vegetación, las excursiones andando hasta las cuevas indígenas de Tara, para explicarles sentados en círculo el universo y la vida de aquella cultura ancestral.
No tuvo más tiempo porque enseguida sonaron los disparos, el fuego destrozando su vientre por la mala puntería del patético representante de la Iglesia Católica.
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