Las pastillas las aplastó con la cuchara contra el plato de Lucía la nietilla, eran muchas, formó una montañita de polvo naranja y las separó en dos partes, la suya un poco más grande, pensó en lo poco que pesaba la pobre María, lo mezcló con la leche tibia de cabra.
Cuando empezó lo del virus los dos vivían tranquilos en la casa de La Montañeta, todavía quedaba algo de esperanza de poder pasar juntos algunos años, Tonono salía a pasear cada día por el Camino Viejo de San Lorenzo, su caminar era lento pero constante, solo se paraba si encontraba a Ñito o a Manolo con los que charlaba de cacería, los tres la habían dejado hacía varios años por la epidemia que mató a millones de conejos en toda la isla.
-Ya no vale la pena tener los perros porque si no hay conejos se echan a perder. Decía Manolo triste.
Como si perder aquellos animales fuera perder una parte importante de su vida. Ñito y Antonio le miraban desconsolados, también los habían quitado, recordaban como otros cazadores jóvenes habían ido a sus casas a buscarlos, porque tenían fama de perros buenos para la caza.
Así cada día, se repetían las conversaciones, hasta que llegó la pandemia y tuvieron que refugiarse en sus casas, se acabaron las caminatas mañaneras, las charlas, el encuentro con los amigos. Solo les quedó la pequeña casa terrera, el pequeño terrenito con las gallinas y la cabra, dos plataneras, el aguacatero, una higuera centenaria de hojas verdes que parecía cada año agradecer más la oportunidad de vivir.
A los pocos días de encierro María comenzó con una tos que no se le quitaba, los cachetes rojos por la fiebre, llamaron al 112 y vino una ambulancia, uno de los enfermeros le dijo que estaban muriendo muchas personas mayores, que la gravedad de su mujer no era tanta, pero que eligieran entre un ingreso con mucho riesgo o intentar pasar en la casa esos días con un seguimiento telefónico del Servicio Canario de Salud.
Los dos se decidieron por quedarse en casa entre paracetamol y un jarabe, además de inhalar poleo y menta desde el caldero, les dijeron que no había test, que todavía tardarían en llegar, pero que igual lo que tenía era un catarro, una gripe mal curada.
A los dos días comenzó también Antonio a toser sin parar y la fiebre alta, juntos se metieron en la cama viendo la televisión, pero todo se fue complicando, llegaron los dolores, el malestar general, los vómitos, la diarrea, no daban abasto con los pañales, se quedaron sin fuerza para llegar andando hasta el baño, llamaron a urgencias y no vino nadie, alguien les dijo que estaban desbordados que tuvieran paciencia.
Entonces fue cuando María perdió el conocimiento y Antonio sacó las medicinas de los nervios como ella les llamaba, las preparó, las aplastó, las metió en la leche caliente de cabra que tenían en la nevera, la calentó como pudo y se la tomaron juntos, María con una pajita la sorbió hasta el final.
Los dos se abrazaron, María ya estaba dormida, no se enteraba de nada, Tonono escuchó el timbre de la puerta, por un instante estuvo a punto de intentar levantarse, pero pensó en la posibilidad de quedarse solo sin María, en el escaso sentido que tendría la vida y se entregó al sueño cálido, le vinieron recuerdos felices de cuando la conoció en la taifa de la fiesta de La Milagrosa, que muchacha tan bella, parecía brillar entre las flores del Acebuchal, cuando se atrevió a hablarle, su sonrisa, sus ojos verdes, el primer beso furtivo, así hasta los dos entregarse al dulzor de la muerte, primero ella, luego él, apretando a María contra su pecho hasta el final.
*Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
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