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«Por cientos fueron arrojados por el agujero volcánico de Jinámar, las madrugadas se hacían demasiado cortas para tener tiempo de tirarlos a todos antes de que amaneciera».
Juan Nicanor Morejón Santana, pastor del barrio de Caserones (Telde)
Los hombres formados en la reducida explanada, temblando, viendo como arrojaban a los otros al abismo, los falanges escogían aleatoriamente a quienes iban a morir, no había forma de escapar con las manos atadas a la espalda, los fusiles humeantes apuntando cada gesto, cada movimiento de unos rostros que ya estaban muertos antes de morir, lágrimas que caían sobre el picón volcánico humedeciendo lo que un día fue un torrente de fuego.
La Sima amanecía desde millones de años rodeada de una soledad ancestral, tan solo el canto de los pintos entre los inmensos cardones, un silencio roto interrumpido por llantos y gritos de pánico, jadeos desesperados cuando entre dos azules levantaban a los reos, siempre de espaldas al agujero infinito, sin ver la oscuridad que esperaba agazapada, algunos tiros en la nuca entre el horror aliviaban el espanto del vuelo de la muerte.
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