«La detención, los golpes, los abusos que ni mentar quieren, después el barco con nombre gallego, prisión flotante en el puerto sevillano. Y al final los disparos en las tapias del cementerio, la muerte, la fosa común«.
Susana Falcón (Autora del libro «Cien mujeres andaluzas. «Retratos del feminicidio franquista«, Editorial Garaje poesía)
Al final de la misa las detuvieron los falangistas, iban con su madre Carmelita Rodríguez, saliendo de la ermita de San José, Juan Pintona dirigía al grupo de fascistas que esperaban en la puerta de la iglesia.
Las hermanas María y Lolita Dávila eran de Ingenio, pero llevaban unos meses viviendo en el barrio de San Roque, desde que comenzó el movimiento tras el 18 de julio y comenzaron a matar a miles en cada rincón de la isla.
Delante de todas las feligresas que salían de camposanto les pusieron unos alambres en las muñecas, tan fuertes que comenzaron a desangrarse, las muchachas mantenían la entereza y eso le molestaba al jefe de los Falanges de Las Palmas:
-Van a probar buenas pollas jediondas rojas- le dijo acercándose a ellas.
María le escupió en la cara y el tipo vestido de azul le dio un puñetazo en la cabeza que la hizo caer redonda al suelo sin sentido, Lolita trató de ayudarla tirándose sobre ella, pero solo alcanzó a recibir los culatazos y patadas de la partida de flechas de todas las edades, incluso varios niños menores de diez años.
Arrastrándolas por la calle dejando tras de si un reguero de sangre la gente miraba asombrada, su madre se quedó paralizada, trató de hablar con Pintona, le dijo que ellas no estaban en política, que solo participaron en la alfabetización sin cobrar nada, pero este conocido arbitro de fútbol le dio un empujón en el pecho que la dejó sin respiración un buen rato, teniendo que ser ayudada por varias vecinas.
En el otro extremo de la carretera del sur las esperaba un coche negro, llevaba un anagrama de la empresa agrícola británica Elder en su puerta, el chófer era un vecino de las chicas, vivía junto a la Casa de los Tres Picos, las metieron en la parte de atrás y a cada lado un falangista que ya iba levantándoles el vestido y manoseando sus muslos, el de la derecha le rompió la blusa a Lolita y empezó a chupar sus pezones allí en público, entre las risas de la soldadesca:
-Deja un poco pa después cuñao- le dijo entre carcajadas uno de los falangistas que llevaba una bandera azul.
El coche arrancó y dejó tras de si una montaña de polvo junto a los campos del Picadero, los falangistas y sus familiares aplaudieron cuando se iban, era como si hubieran obtenido algún triunfo deportivo, el trofeo: dos mujeres indefensas con un destino incierto.
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