Los pastores le ayudaban cuando se encontraban entre la oscuridad de la alborada, la leche de cabra no faltaba y el gofito amasado, tampoco alguna vez el queso duro de flor y el pan de leña, la solidaridad surgía sin miedo entre los vigilantes del alba.
Lucía Socorro Torres
«(…) A Santi lo seguían todos los perros por las montañas de Linagua, tenía algo especial con su pelo largo rubio y su barba negra, si no fuera por aquellos terribles años 40, ahora podría ser perfectamente un hippie, pero no era así, Santiago López Cazorla, iba huyendo de una muerte segura, estaba sentenciado por su pasado anarquista en las luchas obreras contra el caciquismo ancestral, se visibilizó demasiado como se dice ahora, era de los que se enfrentaban a los sicarios de los amos, no les tenía miedo, era siempre el primero en cada huelga, en cada acción, en cada asamblea en las haciendas donde nuestra gente trabajaba de sol a sol por una mierda de salario, esclavizados a los caprichos de los dueños de la isla. Por eso Santi iba huyendo entre los pinares que tanto conocía, se le llegó a ver en el barranco de Tirma, entre las nieblas de Tamadaba, perdido con sus perros cerca del barranco de Guguy, protegido por el silencio y el refugio de la naturaleza. Aquella noche que lo cogieron fue terrible, sonaron voladores en La Aldea de San Nicolás cuando lo traían amarrado desde Guayedra, se despertó todo el pueblo cuando todavía no había amanecido. El problema fue aquel perro enfermo que no pudo abandonar, era muy pesado y grande, como son todos los Presas Canarios, se empeñó en cargarlo mientras lo perseguían, el perro no pudo más y murió en sus hombros, pero a Santi le acribillaron a balazos su espalda y sus piernas, el resto de los perros atacó en manada a los Guardias Civiles y falangistas de Agaete, pero todos fueron baleados, parecía una carnicería en el sendero de Faneque, los perros muertos y Santi en medio tratando de socorrerlos, arrastrándose entre un reguero de sangre. Allí mismo lo metieron en uno de los coches del Conde, se lo llevaron mientras la gente salía de sus casas para acompañarlo en su inmensa soledad. Santí sonreía y saludaba con su mano a las compañeras aparceras, el Condado no podía perdonarle su lucha, por eso ordenó que lo desaparecieran para siempre, que lo tiraran al mar con una piedra al cuello en la profundidad oceánica del Andén Verde…»
Testimonio de María Luisa Curbelo Sánchez, aparcera y compañera de lucha en la CNT de Santi.
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