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Desfile falangista en la Plaza de Santa Ana, Las Palmas GC, noviembre de 1936
«Sigue, pues, sigue cuchillo, volando, hiriendo. Algún día se pondrá el tiempo amarillo sobre mi fotografía».
Miguel Hernández «El rayo que no cesa» (1936)
Al bar de Manolito Ponce, en la esquina de la Catedral, acudió ese domingo de difuntos la plana mayor de Falange en la capital, estaban todos, desde su jefe provincial, el tabaquero Eufemiano Fuentes, los jefes de beneficencia, prensa y propaganda, inteligencia e información, espíritu nacional, juventudes: Rubio Guerra, Samper, Soria, Bombín, Camón, Del Castillo, Del Río Ayala y otros de menos rango.
Pidieron varias botellas de ron del charco, vino dulce y tinto del Lentiscal. Fefita, la mujer mayor casi ciega que atendía por la mañana, les puso en el sartén varios kilos de carne cochino, sardinas frescas y papas cortadas con la cáscara, tomates con aceite y vinagre, queso de Flor de Guía del duro, el más picante.
Los fascistas bebían como si fuera agua, venían secos del desfile, luego se le unieron los vicarios del obispado don Ricardo Cerpa y don Enrique Bordón, que había sido arcipreste De la Villa de Agüimes en el sureste de la isla, los dos llegaron eufóricos brazo en alto y pistola al cinto de sus sotanas.
Hablaban del esplendor cívico-religioso de la marcha, del impresionante fervor guerrero de los flechas y falangistas participantes, de lo contentos que estaban los altos mandos militares, los generales Dolla y Escámez, que los habían felicitado personalmente.
Luego a medida que la borrachera colectiva se generalizaba comenzaron los cánticos, los piropos subidos de tono, más bien insinuaciones sexuales, a las muchachas que pasaban por allí y salían corriendo, los himnos inundaron el humilde recinto, luego comenzaron a mencionar los nombres de los cientos que habían asesinado en tan pocos meses, desde la noche del sábado 18 de julio, detalles tan escabrosos de cada crimen que generaban asco y rechazo en quien los escuchaba que no fuera de Falange.
Cuando acabaron con todo el alcohol de Manolito, salieron como una exhalación, una especie de horda salvaje en los coches hacia los prostíbulos de Arenales, algunos daban tiros al aire desde las ventanillas asustando a los vecinos que corrían a encerrarse en sus casas.
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