«La Madre es ese ser que ama a su hijo tal como es, aunque no sea como ella quisiera».
León Tolstóy
Era todo tan sencillo en tu vida que apenas tenías posesiones, tan solo la casa mágica de los helechos, los dragos, la araucaria, la higuera centenaria, las flores antiguas de los tiempos de la bisabuela que vivió en La Habana.
Me costó tan poco deshacerme de tus recuerdos, apenas unos vestidos, algunos abrigos, tus zapatos adaptados a la artrosis de tus dedos. Solo me quedé con los álbumes de fotos, donde habitaba parte de la esencia de un universo vital, muchas las repartí entre los primos.
¿Cómo pudiste vivir con tan poco?
Tus libros, la maquina de coser, los escasos santos y vírgenes, el viejo Cristo de más de 200 años, que se quedó Víctor, el cura de Tamaraceite, con una plaquita sencilla en su base: Donación de Lolita Tejera.
Una vida repleta de sencillez, ligera de equipaje, sin rencor a pesar del daño que hicieron a la familia aquellos hombres de azul.
Me sorprendieron mucho tus amistades, gente que llamaba al teléfono fijo, seguía sonando tras marcharte para siempre, en algún momento lo llegué a descolgar con la esperanza de escucharte, pero eran personas que en muchos casos ni imaginé que te quisieran tanto.
Me viene al recuerdo toda esa memoria familiar que me dejaste, lo bien que me conocías, la constante preocupación por mis luchas, ese miedo atávico de que me hicieran el mismo daño que a los abuelos, ese amor incondicional por las personas que sufrían, las más empobrecidas, tal vez porque viviste la peor de las miserias, él hambre que se incrusta para siempre en las entrañas del alma.
Cuando te fuiste y vi ese cuerpo frágil en aquella cama de hospital me dio por acariciar tu pelo blanco, era la misma textura del que acariciaba en las noches de infancia, miedo y fantasía.
¡Gracias por tanta humildad!
Por esta herencia de ternura invisible.
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