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Cuando uno escribe un libro siente a veces la sensación de que cada palabra es una especie de grito en el desierto desolado de la memoria, cuando ya son cinco y piensas ¿Quizá ya sea el final de un ciclo vital, de una procelosa trayectoria literaria? ¿Igual me quedo vacío de emociones y letras?¿Llegará este legado escrito a las generaciones futuras?
Tantas preguntas obtienen respuesta en el sonido del silencio de cualquier espacio mágico como esta joya de universidad pública que hoy descubrí a miles de kilómetros de mi tierra. En ella estudia gente joven de todo el mundo, hasta viajeras impenitentes y luchadoras como Carla, que tras su periplo desde México se paga los estudios trabajando. Anoche tuve la suerte de conocerla y hablamos unos instantes entre el bullicio y el ruido, me dijo algo muy bello desde sus brillantes ojos juveniles: “Quienes olvidan la historia están condenadxs a repetirla”. También de César, uno de mis grandes amigos y compañeros, que ella conocía de la Universidad Autónoma de México donde es un destacado y conocido docente.
Demasiado amor para que todo sea en vano.
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