«Mi padre le mandó al tercer día a mi madre, junto con otro desaparecido, la chaqueta y la camisa manchadas de sangre. Le dijo: Dile a Lucía que me traiga ropa limpia. Mi madre fue a comisaría y ya mi padre no estaba. Aquella noche ya lo habían sacado».
Josefina Expósito
En los últimos meses de Pedro Cabrera, siempre repetía el mismo cantineo, hablaba entre susurros porque ya su cuerpo no daba más de si, contando como agrupaban a los hombres en la explanada junto a la Sima, el pasillo de falangistas que formaban para ir lanzando uno a uno al abismo a sus compañeros diciendo:
-Algunos le daban un tiro en la cabeza, a otros los tiraban vivos y de espaldas-
Su hija Rosi y su nieta Guaya jamás le habían oído contar aquella historia, solo sabían que había tenido problemas tras el golpe fascista del 36, que tuvo que irse a Fuerteventura a casa de su primo Roberto un par de años, pero nada más, toda la vida se la pasó trabajando en la construcción, de su casa al trabajo del trabajo a su casa, sin meterse en nada, ni siquiera en política, aunque se sabía que votaba siempre comunista, porque una vez Guaya entró con él en la cabina y lo vio metiendo la papeleta con la hoz y el martillo en el sobre.
El geriatra de la clínica La Cajal en Las Palmas GC, les decía que era normal esa demencia senil con 93 años, que no hicieran caso de lo que decía, que solía ocurrir que algún recuerdo del pasado se podía convertir en una pesadilla en personas con esa patología mental:
-Nos bajaron del camión en la finca de los Ascanio, allí nos formaron y los camaradas que venían más jodidos por las torturas, los tiraban a los dos pozos junto a los alpendres, eran cuatro muchachos dos de ellos deportistas, de los que practicaban lucha canaria, que le habían echo frente a los asesinos, por eso a ellos les pegaron más que al resto, al más fuerte y alto, que era casi un chiquillo de quince años, le cortaron las dos orejas con un machete, luego se las hicieron comer, obligándolo a tragar a golpes y patadas- dijo Pedro de repente como si despertara de un sueño profundo incorporando la cabeza en la almohada.
Guaya lo grabó varias veces con el móvil mientras contaba sus historias:
-Yo no sé como escapé muchacha- afirmó mirando a su nieta -no entiendo como pude desamarrarme la soga de pitera de mis muñecas, pero cuando solo quedábamos tres de los más de cuarenta que ya estaban en el fondo del agujero maldito, me lancé contra un falangista y le di un cabezazo rompiéndole la nariz, los otros nazis sacaron las pistolas y empezaron a dispararme mientras yo corría vereda abajo, una bala me atravesó la espalda y me salió por la barriga, era como un fuego dentro, me ardía el pecho, todo el cuerpo, pero no paré de correr como un galgo, atravesé la carretera de Telde y cuando me vi estaba llegando al caserío de Cuatro Puertas-
Luego volvió a cerrar los ojos y se fue quedando dormido, en unos minutos exclamó:
-Echen allí mis cenizas, quiero estar con todos ellos, échenlas desde que me muera y me quemen-
Al rato se quedó fijo mirando al techo y falleció con los ojos abiertos, Guaya llamó a las enfermeras, luego vino el medico de turno que era un chico joven cubano, certificando su muerte el 17 de marzo de 2010.
Tras el entierro y el crematorio, su nieta y su hija, junto a dos de sus bisnietos, subieron dos semanas después a la Sima de Jinámar, les sorprendió la cantidad de basura en los bordes de la carretera: neveras, lavadoras, escombros, hasta varios coches quemados, no vieron ni un cartel que indicara como llegar, lo que hizo que se pasaran varias veces de la entrada.
Media hora después atravesaron el mismo sendero por donde el viejo comunista salvó su vida en el año 38, se tomaron de las manos y se quedaron un rato en silencio en el borde de la chimenea volcánica, hasta que Rosi tomó la urna de madera y la bandera, primero echaron la tela roja que parecía volar hacia el fondo, luego las cenizas de Pedro, que se esparcieron en la cavidad, parecían mariposas de colores.
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