6 febrero 2025

«(…) Por eso no te oculto que me dieron picana/que casi me revientan los riñones/todas estas llagas, hinchazones y heridas/que tus ojos redondos/miran hipnotizados/son durísimos golpes/son botas en la cara/demasiado dolor para que te lo oculte/demasiado suplicio para que se me borre...»

Mario Benedetti (Hombre preso que mira a su hijo)

Era tan sintomática y evidente su dolencia que enseguida lo pusieron aparte, su tortura tendría que ser distinta a la del resto, bastaba con hurgarle las heridas de las ingles con un pequeño bisturí.

Eso le generaba un dolor insoportable, superior incluso al de los hombres que tenían colgados por brazos y piernas durante días.

A Pablo Llarena, bastaba con bajarle los pantalones, sentarlo en una silla y buscar las llagas de su leucemia, eso provocaba más daño que nada.

Pero el joven telegrafista los tenía bien puestos, no dio ni un dato, ni un nombre, ni una dirección, ni tan solo ningún alias de sus compañeros de célula.

Se contorsionaba en la silla de madera, gritaba de dolor, lloraba como un niño, pero no “cantaba”, no delataba, incluso varías veces escupió en la cara del jefe falangista, Juan Pintona, al que conoció de antes de enfermar, cuando el torturador arbitró algunos partidos del Juventud, en los campos de arena de la Playa de Las Canteras.

La minuciosa tortura del señor colegiado, siempre con un Rosario al cuello, no derrumbó a Llarena, cuánto más aumentaba el dolor, más firme se asentaba, se empoderaba sobre la tierra.

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