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Colección de M¥R¥AM RCh (Pinterest)
«Sube por las paredes como un siniestro eco
Que vive devorando la pasta de tus nervios.
¿estará tu nombre escrito en esa maldita lista?
¿o será algún compañero quien pierda su vida?
Comienza el recital de nombres y apellidos
El aliento que se hiela y se pierde el equilibrio
Llegan los cuervos a su noche oscura, llegan los cuervos y rompen la luna…»
Enrique Villarreal (El Drogas)
Los cuervos guiaron a Inocencia Expósito, hasta aquel rincón del sendero desde Tamadaba a Faneque, parecía que los córvidos lo habían visto todo y que no buscaban carne humana enterrada ni huesos desencajados por el martirio, tan solo trataban de ayudar como si tuvieran una inteligencia superior. La muchacha de la Vecindad de Enfrente en Agaete, sabía que a su padre, Diego Pérez García, se lo habían llevado por el barranco de Coruña hasta una parte del bosque de pinos junto a dos compañeros más de la CNT y de la Federación Obrera: Justo Cubas y Dionisio Lorenzo, pero no sabía donde había terminado «El paseíllo» aquella madrugada de febrero del 37, cuando la criminal Brigada del amanecer de Falange lo sacó de la humilde vivienda de barro y cañas antes de la alborada.
Ella caminó sin descanso desde Artenara siguiendo una tubería que terminaba en la Cueva del Zapatero, las aves negras la sobrevolaban, emitían sus graznidos como diciéndole algo en una especie de idioma ancestral y desconocido:
-Sigue por ahí niña, baja esa cuesta, por ahí los llevaron, todavía está el reguero de sangre- parecían decirle posándose en cada rama de pino, cuervos grandes, negros, con los ojos fijos en su mirada triste y llorosa, como si conmovidos supieran comunicarse a través de su mente en una especie de telepatía ya perdida por la especie humana, pero presente en pueblos originarios como los aborígenes australianos; o animales concretos que son capaces de comunicarse sin emitir ningún sonido.
En un recodo del estrecho camino los grajos volaron hacia lo frondoso del bosque, un resquicio de laurisilva y pinar muy húmedo de transición al ir acercándose a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, tuvo que esforzarse mucho para no cortarse con las zarzas, en varios momentos casi rectar para llegar tras media hora de dificultoso recorrido a una explanada de unos cinco metros cuadrados, allí lo primero que divisó fue una mano que salía de la tierra, una palma blanca como la cal con restos de sangre, los dedos partidos por la tortura, con un anillo de compromiso en su dedo anular.
Allí mismo y con los corvus posados a su alrededor con las alas extendidas en cada árbol, aparentando una especie de asamblea surrealista, la muchacha empezó a cavar con sus manos, encontrando uno de los cuerpos que tras limpiarle el barro de la cara era el del pobre Justo, maestro albañil, con un tiro en la frente y los ojos abiertos, debajo estaba el jovencísimo Dioni, deportista y portero del Luz y Vida de Tamaraceite, un chico fornido de más de 1,90, con unos dieciocho años en posición fetal, como si los disparos en la cabeza no fueran suficiente para asesinarlo y lo hubieran enterrado vivo. A su derecha divisó las alpargatas de su padre, las conoció porque tenían rotas la parte de los dedos al quedarles pequeñas por tener una talla muy grande, luego excavando como una loca ante la atenta mirada de sus compañeros alados vio su rostro, sus labios parecían esbozar una leve sonrisa, trasmitía mucha tranquilidad, como si a pesar de aquella noche terrible hubiera muerto en paz.
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