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Imagen: Presos del campo de concentración del Lazareto de Gando (1937).
«El Estado es el arma de represión de una clase sobre otra.»
Vladímir Lenin
Esa madrugada de agosto del 36, donde el viento parecía estar a punto de llevarse volando en cualquier momento las lonas del siniestro campo de concentración de La Isleta, donde mal dormían algo más de 1.300 presos, el sargento Ballón, más conocido por ”Malacabra”, llegó junto a varios falangistas y militares, borracho de las casas de putas del barrio de Los Arenales, traía un ojo hinchado y una herida en la nariz por alguna de sus habituales peleas.
Comenzó a gritar insultos a los detenidos, a dar vivas al Movimiento y a la sagrada Santa Cruzada contra el demonio rojo, irrumpiendo en las harapientas chabolas a latigazos junto a los cabos de vara y compañeros de farra también afectados por el abuso del alcohol.
En un instante lo que era una noche tranquila se convirtió al alba en un infierno de alaridos de dolor, hombres como castillos arrodillados, rogando, sintiendo como les desgajaban sus cuerpos con los látigos, las pingas de buey y las afiladas varas de acebuche.
No había donde ir, ni donde esconderse o correr, estaba todo alambrado y custodiado por cientos de sicarios de azul que le reían las “gracias” al sargento, que desbocado de odio manchaba de sangre, carne cortada y vísceras las carcomidas mantas y el suelo volcánico de aquel recinto del horror.
Los fascistas García Uzuriaga, Otero, Rafael Díaz-Llanos, Antonio Wiot, Lázaro, Cabrera, Alfredo Rivas, Doreste, Manrique De Lara, Del Río Ayala, Illurdoz, Pintona, Juan Santo, Penichet, Antonio Barber, Samper, Samsó y muchos otros disfrutaban con aquella barbarie, una más, aunque esa noche se les fuera la mano dejando al amanecer catorce muertos machacados a golpes, bien colocados en batería sobre el picón del patio de la bandera.
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