«Era habitual dejar marchar hombres del campo de concentración para luego desaparecerlos desde sus casas, de esta forma se lavaban las manos de nuevos crímenes de estado, decían, nosotros lo soltamos ahora no es nuestro problema si se metió en un barco y se fue Venezuela.» Lorenzo Cabrera Amador
«(…) A mi padre lo dejaron salir del campo de concentración de Gando una mañana de mayo de 1938, recuerdo que llegó a casa muy flaco y desnutrido, vino caminando todos esos kilómetros hasta el caserío de Miraflor. Cuando apareció por la puerta no nos lo creíamos, mi madre lo abrazó llorando, recuerdo que lo abracé y se le notaban todos los huesos como si fuera un perro abandonado. La abuela Rosa ordeñó una de las cabras y le preparó un tazón de leche con gofio, se la bebió de un buche como si hiciera años que no hubiera probado alimento. Luego se sentó en la mesa de la cocina y se comió un caldo de cilantro con papas que teníamos preparado, mientras nos contaba que era muy raro, que habían venido varios de Falange de Las Palmas con una lista de unos treinta hombres que fueron nombrando a gritos hasta juntarlos y formarlos en el patio. Lo extraño es que todos eran de Gran Canaria, ninguno de otra isla, decía, pero mi abuela achacó su liberación a la promesa que le tenía a la Virgen del Pino desde la noche que se lo llevaron. Fue un día precioso, mi hermana Carmen y yo sentadas en sus piernas gastando bromas, contando cosas graciosas que nos habían pasado desde su encarcelamiento. Él no decía nada de su tiempo en el campo, los ojos eran distintos, ya no le brillaban como antes, parecía que ya no tenía ilusión por la vida. Desde que oscureció cenamos el caldito del mediodía con unos tomates, luego nos acostamos, pero no eran todavía las diez de la noche cuando se escucharon los perros ladrando, las cabras balando desaladas. Tocaron en la puerta como aquella noche del 36, eran los mismos hombres de Falange, encabezados por el jefe requeté Antonio Yánez, entraron de la misma forma, de mala manera, a gritos y golpes. Mi madre se les encaró, les dijo que ya mi padre había cumplido con la condena, pero Pedro Granado le dio un golpe en la barriga con una porra de madera. A mi padre lo amarraron en el mismo patio con las manos a la espalda, lo más triste es que no decía nada, es como si lo esperara, más resignado que nunca ante la muerte. Nosotras no parábamos de llorar viendo aquellos hombres con tanto odio sobre una familia que no había cometido ningún delito. Lo vimos partir, mi madre en el suelo, mi abuela de rodillas rezando, solo dio tiempo a que nos regalara una sonrisa mientras se lo llevaban para siempre…»
Testimonio de Encarna Suárez Castellano, vecina del paraje de Miraflor, municipio de Teror (Gran Canaria) en los años del genocidio fascista en las islas.
Entrevista realizada por Francisco González Tejera, el 14 de noviembre de 2007, en Visvique, Arucas (Gran Canaria).
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