«La esquivaba en su carrera con un cariño jamás visto, como si su función en la Tierra fuera cuidarla hasta su muerte…»
El vínculo entre mi madre y Loba superaba cualquier parámetro racional. Solo con una mirada se entendían y sabían lo que necesitaba la una de la otra. Seguramente cuando empezó a dormir en la alfombra junto a su cama tras el brutal deterioro físico y mental de mi padre que lo condujo a la muerte abandonado por las instituciones sociales y sanitarias de Gran Canaria, fue el momento de mayor dedicación de la perra al cuidado de Lola. La seguía a todas partes de la casa de Tamaraceite, vigilando sus movimientos, su estado de ánimo y de salud. Aquel era su mundo, un espacio de árboles y flores de unos 280 metros cuadrados, la vieja casa construida por mi abuelo Juan Tejera antes de su detención y encarcelamiento por los fascistas durante más de doce años en cárceles del Estado como preso político.
Luego tras el fallecimiento de Lola y mi autoexilio, nos vinimos por mar hasta tierras peninsulares y compramos un espacio de más de tres mil metros cuadrados con árboles, hierbas, flores, lugares para explorar, piscinas perrunas para refrescarse en verano, donde estuvo junto a otros canes durante casi cuatro años, cumpliéndose uno de mis sueños de que mis amigos peludos pudieran vivir en semilibertad, con espacio y paseos diarios por insondables caminos.
Hoy me pareció sentir de nuevo a mi madre en varios momentos del día y distintos lugares, percibí que en esa especie de sensación no estaba sola, la acompañaba otro ser desbordante de alegría por estar todos juntos de nuevo.
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