«Yo hablo a millones de personas a quienes sabiamente se les ha inculcado el miedo, el complejo de inferioridad, el temor, la genuflexión, la desesperación, el servilismo».
A Cesaire
No siempre daban el tiro en la nuca a los hombres que tiraban a la Sima Jinámar, aquel martes 5 enero del 37, víspera de Reyes, los falangistas enfiestados querían diversión, era mucho el ron que habían bebido en el bar Alemán de la calle Triana y en la casa de putas de Chonita Martel, en la calle 18 de julio del barrio del Lugo, por eso cuando llegaron a la pequeña explanada junto a la chimenea volcánica separaron en dos grupos a los que iban a asesinar, por un lado los más viejos que eran unos veinte, de más de cincuenta, que los colocaron a un lado de la «bajada de la muerte», al otro lado un grupo de unos quince muchachos de menos de veinte años, entre ellos dos hermanos, Justo y Facundo Monzón Rivero, más conocido por «Facu», en el mundo de la lucha canaria, puntal e integrante del Club luchístico Adargoma, del barrio de San José en Las Palmas GC.
Todos iban con las manos amarradas a la espalda con alambres oxidados que se clavaban en sus muñecas, los más fuertes como el caso de «Facu», que pesaba unos 150 kg y medía dos metros de altura, llevaban además unas cadenas en las piernas, lo que le impedía tener mucha movilidad, tan solo caminar hacia delante o hacia atrás lentamente para no caerse.
El jefe falangista, Domingo Medina Viera, al que todo el mundo llamaba, «Domingo Rivero», ordenó que arrodillaran a los hombres más mayores, alineados al borde del agujero, entonces el grupo de nazis comenzaron a dispararles en sus nucas con las Astras y los Máuser, pistolas y fusiles de la época. Todos iban cayendo abatidos al suelo como muñecos inertes echando mucha sangre por sus cráneos, al instante entre dos sicarios fascistas los agarraban por los pies y por lo hombros para lanzarlos al vacío.
Esa operación no duró más de veinte minutos, ya tenían mucha práctica, porque en esas fechas tras el golpe de julio del 36 ya habían arrojado a ese abismo a miles de hombres y algunas mujeres. Luego fueron a por los más jóvenes, los hermanos Monzón estaban juntos, el más joven de los dos de unos quince años, trataba de pegarse buscando protección al cuerpo musculoso y atlético de su hermano, el conocido deportista, pero no valió de nada, el cacique agrícola teldense, Juan Ascanio dijo sonriendo:
-Tiramos al hermano más chico primero pa ver lo que hace el otro-
Lo levantaron en volandas y lo colocaron de espaldas al abismo, el muchacho gritaba de terror, hasta que lo lanzaron con fuerza, abajo se escucharon los golpes contras las afiladas paredes, luego siguieron con el resto, todos vivos, hasta que llegaron al último que era «Facu», les costó mucho levantarlo, se resistía insultando a los fascistas, incluso llegó a darle un cabezazo en la nariz al falange, Manuel Álvarez Peña, que luego fue alcalde de Telde, partiéndole el tabique nasal.
Por la enorme resistencia le dispararon en brazos y piernas, Álvarez indignado gritaba:
-Dejen vivo a este hijo de puta, que sepa lo que es caer hasta el fondo, disparen, pero no lo maten-
Muy débil, lo incorporaron entre cuatro requetés vestidos de azul, ya no se resistía, se dejaba llevar con cuatro balas en su cuerpo, la abundante hemorragia, cayendo también de espaldas al vacío, fue muy rápido, se vio volando por unos segundos sin darse contra las paredes, una caída limpia por lazos del destino, luego el encontronazo en el fondo sobre una montaña de restos humanos que amortiguó algo el tremendo impacto.
Estuvo varias horas inconsciente, para luego despertarse, todo era oscuridad, solo se escuchaba en la parte superior la fiesta etílica de los falangistas, sus canticos patrióticos, algunos quejidos de hombres que todavía agonizaban, se arrastró buscando a su hermano Justo, pero era imposible, no había suficiente luz, las ataduras de las manos estaban rotas, pero las cadenas en las piernas le impedían moverse, se arrastró durante un buen rato, aquello era enorme, como si fueran tres campos de futbol inclinados en forma de ladera, alrededor se veían cientos de cuerpos, casi todos en descomposición, era lo más cercano al infierno que había estado, olía mucho a mierda de paloma, incluso se les escuchaba cortejando a las hembras o alimentando a los polluelos.
Como pudo llegó a una pared y allí se quedó apoyado, sabía que era imposible salir, que aunque no estuviera herido, a pesar de su buena condición física, aquellas paredes no permitían ninguna esperanza de escalada hasta la superficie, más de ochenta metros de profundidad, sin casi aire, olor a sangre, a defecaciones, a vísceras, hasta que llorando en silencio, recordando a su madre María del Pino, los besos de su novia Rosita Cabrera paseando por la playa de Las Canteras, se dejó ir lentamente, mirando la escasa luz que venía de la parte superior donde ya no se escuchaba nada, notó que anochecía, que habían pasado muchas horas, hasta que todo se oscureció y cerró los ojos para siempre.
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