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Torturado, XAIME QUESSADA, 1960
«Es una historia vieja, o mejor dicho una vieja señal: el sobreviviente de un genocidio experimenta una rara culpa de estar vivo. Y acaso quien, por alguna razón válida consigue escapar a la tortura, experimente cierta culpa por no ser torturado.
Mario Benedetti (Primavera con una esquina rota)
Los dirigentes falangistas de Las Palmas de Gran Canaria, Alfredo Ribas, propietario de la Tintorería París, Juan Aulet y Vicente Trujillo, más conocido como «El Mojica», tenían una rara habilidad para hacer daño en la cámara de tortura, ponían en fila desnudos a los detenidos en el patio de la comisaría de la calle Luis Antúnez desde las cuatro de la mañana, esa noche corría una brisa fría y marina desde la Playa de Las Alcaravaneras que los hacía temblar como perros recién nacidos, el viento parecía hielo que se colaba por cada poro de la piel, luego los hacían pasar de dos en dos:
-Así no están solos mariconas mientras les hacemos los jueguecitos- dijo asomando la cabeza el joven Mojica con una boina roja y sonrisa en la boca.
Dentro de la sala que tenía en la puerta una virgen del Carmen pintada en la pared, se escuchaban los gritos, alaridos de dolor de los sufrientes, Ribas que parecía dirigir las sesiones entraba y salía con herramientas en las manos: cuerdas, alicates, alambres, clavos y los famosos ganchos de pescado con los que colgaban a los hombres por los ojos.Ese día Ricardo Amador sabía que sería el final, trataba de resignarse, morir cuanto antes, pensaba, se tapaba sus partes avergonzado por su desnudez, el resto de compañeros guardaba silencio, si hablabas te machacaban a culatazos los falanges que custodiaban la enorme fila que atravesaba todo el recinto, aquel enorme colegio cedido al Movimiento por la Iglesia Católica, reconvertido desde el 36 en un espacio para el horror y la muerte.
El joven abogado laboralista del barrio de Vegueta miró para atrás y vio sacar varios cadáveres por una de las ventanas que daban a un callejón de arena, iban ensangrentados, parecían hombres de color rojo, los llevaban por las piernas y los brazos entre dos esbirros que iban de paisano, vestidos con una especie de delantales de los que usaban los carniceros para no mancharse la ropa.
A Ricardo cuando entró se le encaró Aulet, lo conocía de la huelga de los tomateros de Barranco Seco, donde el muchacho estuvo asesorando a las aparceras, lo cogió por la oreja y lo levantó en peso:
-Vamos a ver que tienes que decir hoy abogaducho de mierda-
Luego le amarraron las piernas y lo colgaron boca abajo a metro y medio del suelo, las rodillas, los muslos, las caderas, la espalda parecía que se le desgajaban por el peso, luego comenzaron a darle con dos pingas de buey destrozándole la ropa y la carne, en menos de cinco minutos estaba desnudo chorreando sangre por todo su cuerpo.
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