«La educación de los humildes es la esperanza para que un día dejemos de agachar la cabeza ante los poderosos, que los niños tomen la espada de los sueños, la barricada encendida, para terminar por siempre con la explotación y la esclavitud de nuestro pueblo».
Rufino Santana Marrero
El 8 de marzo de 1937, Rufino Santana, estaba colgado por los pies desde hacía tres días y tres noches en la comisaría de Falange, allí en el Colegio La Salle de la calle Luis Antúnez de Las Palmas, de donde nadie salía vivo.
El muchacho estudiante de magisterio en Madrid fue detenido en el barrio de Tamaraceite, porque vino esos días a visitar a su madre, se lo llevaron directo al centro de tortura, Alfredo Rivas lo colgó desde el primer minuto, para darle con los palos y los látigos de la pinga de buey por todo su cuerpo.
Cuando notaban que se apagaba y perdía el sentido le echaban agua fría con una manguera a presión, eso lo reanimaba, de alguna forma paliaba el inmenso picor de las heridas abiertas, luego lo dejaban varias horas sin tocarlo, aunque siguiera colgado boca abajo, notando la fuerte presión en sus rodillas y caderas de su propio peso.
El ya sabía que no volvería jamás a caminar si salía vivo de allí, que los huesos y articulaciones ya estaban tocadas para siempre.
Por eso aquella noche su rostro se volvió alegre por unos minutos, fue cuando el viejo y cruel falangista Nicanor Hormiga, «El majorero», puso su gramola con aquel tango de Gardel:
«Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos/Van marcando mi retorno/Son las mismas que alumbraron con sus pálidos reflejos/Hondas horas de dolor»
El tango sonó en toda la estancia de aquel inmenso lugar del horror, no se sabía porqué extraño motivo:
«Y aunque no quise el regreso/Siempre se vuelve al primer amor/La vieja calle donde le cobijo/Tuya es su vida, tuyo es su querer/Bajo el burlón mirar de las estrellas/Que con indiferencia/Hoy me ven volver»
La música lo envolvía todo y pareció como un bálsamo de amor imposible en aquellos instantes finales, camino de la muerte, de la segura desaparición en las fosas comunes de Ciudad Jardín, junto al Hotel Metropol, tal vez amontonado en unos camiones con otros muertos amigos, compañeros, camaradas, directo a cualquier pozo del barranco de Guiniguada:
«Pero el viajero que huye/Tarde o temprano detiene su andar/Y aunque el olvido que todo destruye/Haya matado mi vieja ilusión/Guardo escondida una esperanza humilde/Que es toda la fortuna de mi corazón»
Se oía tenue la voz ronca por el tabaco del cantante argentino, mientras el joven Rufino cerraba los ojos con una especie de placer en su piel cortada, bailaba apretado de repente con su linda Lucía del alma en el Ateneo de Lavapiés, partió así, en silencio, con el tango metido en sus venas para siempre.
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