6 febrero 2025

Tamaraceite, prohibido recordar

Barbería Hermanos Domínguez en Tamaraceite, mi amigo Perico el comprometido barbero, poeta y defensor de la cultura popular

«Los esperábamos como quien espera una jauría, sabíamos que no podían perdonarnos que quisiéramos mejorar las condiciones de vida del proletariado de nuestro pueblo, por eso Tamaraceite era el preludio del infierno».

Carlos Mortes Rufino, desaparecido el 22 de julio de 1936.

Los veía en mi adolescencia por las calles de mi pueblo, gafas negras, pelo engominado, trajes impecables, paseando con una forma de andar peculiar, como si fueran dueños de la acera y hubiera que apartarse a su paso, yo en mi curiosidad casi infantil me entretenía observándolos, la prepotencia irrefrenable de los asesinos de mi abuelo, de mi tío el niño Braulio, convivíamos en Tamaraceite las familias de los asesinados con los asesinos.

Había uno que llevaba una anillo con una piedra roja enorme, de esas que brillaban mucho, le vi más de una vez dar coscorrones en la entrada de la «Sociedad» a más de un chiquillo que pasaba, a mi me daba miedo, porque no sabías por donde te podía salir, miraba con odio, sobre todo porque sabía quienes éramos nietas o nietos de a quienes habían fusilado o desaparecido, me daba tristeza el rostro de miedo de mis padres, el trauma de uno de mis tíos que cuando bebía más de la cuenta se iba a la casa de uno de los criminales, allí le decía lo que pensaba, le llamaba de todo, hasta que aparecía la policía y se lo llevaba al Cuartelillo de la Carretera General para torturarlo.

Mi padre siempre intentaba llegar antes que los sicarios uniformados y se lo traía para casa, recuerdo las cafeteras de mi madre a las tres de la mañana, mi tío sentado en la entrada bajo la enredadera y mi padre asustado por si la policía venía a casa a buscarlo, luego cuando se le iba pasando la borrachera su hermano lo acompañaba hasta su hogar.

La pena es que no se libró de muchas palizas cuando a mi padre no le avisaban a tiempo. Mi tío fue testigo la noche de Navidad de 1936 del asesinato de su hermanito Braulio de cuatro meses, él tenía tan solo tres años, pero se le quedó grabado a fuego lo que aquellos ojitos vieron, la sangre en la pared, la cabeza destrozada, por eso vivió ese trauma toda su vida y tomar alcohol le hacía volver al infierno, el odio le brotaba y no podía evitar acercarse a la casa del asesino.

Años duros, más de una vez llegué a pensar con casi dieciocho años que si en lugar de en Canarias hubiéramos estado en cierto lugar del estado, esos criminales tal vez hubieran sido ajusticiados por la vía revolucionaria, tristemente en las islas somos un pueblo demasiado pisoteado, alienado, amedrentado por dos genocidios: el de la Conquista castellana sobre miles de indígenas, y luego varios cientos de años después por el del franquismo sobre miles de militantes de la izquierda.

Ahora desde lejos observo a mi pueblo, siento la brisa de aquellas calles que las sigo viendo en mi mente no sé porqué en blanco y negro, el olor de las tapas de los bares, los papeles de los helados en el suelo que se te pegaban a los zapatos, el olor a tabaco, la sensación oscura de que algo terrible había pasado, aunque nos habían prohibido la memoria.

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