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Antiguo almogarén, lugar de culto de los pobladores prehispánicos en la montaña de Tauro (FOTO del Portal de Turismo de Mogán)
«(…) Máquina que cose
A la mujer que tose
Yo la llamo madre
Tú no la destroces
Con dientes de sangre…»
Manuel García, «Allende»
Julianito Travieso, subía la montaña de Tauro cada viernes con su ganado de cabras, iba lento, los años ya no le ayudaban, solo aquel viejo garrote de salto, en su mochila de piel de baifo (1) llevaba el pizco de queso, el gofio amasado, los higos pasados, la botella de vino de Marzagán, volcánico, como le gustaba a los luchadores evadidos, «los chiquillos», como los llamaba el cabrero, andaban meses agazapados en aquella cordillera mágica de Pajonales, donde las nubes de la tarde les servían a veces para ocultar las hogueras que les daban calor entre el frío de enero del 37.
El pastor iba subiendo aquel día y desde lejos vio una jarca de hombres armados, todos vestidos de azul, traían a una joven amarrada con vergas con las manos a la espalda, cuando llegó a su altura vio que era Teresita de Jesús, la hija de Domingo Santiago, uno de los hombres escondidos, la bajaban expuesta como si fuera una procesión de la virgen, llena de sangre, casi desnuda, con toda seguridad violada porque le sangraba la parte interior de los muslos, dejando un rojo reguero de sangre por el duro sendero.
El viejo se apartó de la cuadrilla de asesinos, se acercó un poco hacia la zona del acantilado, casi inaccesible si no se conocían los vericuetos de los riscos, los falanges lo miraban parados, parecían saber que Julián era el que les dejaba comida oculta cada semana, no tenían pruebas para acusarlo, pero el silencioso anciano con su barba blanca siguió subiendo, casi hasta la zona donde era casi imposible que alguien que no conociera la zona pudiera llegar.
Desde arriba las cabras parecían muy asustadas, Canelo, el fiel perrillo ratonero, miraba con tristeza lo que estaba pasando a menos de quinientos metros, no pasó mucho tiempo para que se viera bajando con las manos en la nuca al padre de la niña, los falangistas le apuntaban con los máuser y pistolas, cuando llegó violaron en grupo de nuevo a la muchacha en su presencia, Domingo gritaba:
-Mátenme ya me cago en Dios hijos de puta, mátenme ya cojones, mi niña querida, mi amor, mi cielo-
Los nazis no pararon, fueron pasando uno por uno por ella, haciéndole un daño atroz, la chica de menos de quince años estaba ya sin conocimiento, medio desangrada, tumbada boca abajo sobre una piedra grande, el peñón se fue también quedando rojo por la sangre que ya manaba de todo su cuerpo.
El jefe al que llamaban «Don Eustasio», encargado del Conde en los tomateros de Castillo del Romeral, no dejaba de arengar a los sicarios entre los gritos de angustia del pobre Domingo:
-Destrócenla, destrócenla a esta puta, denle por el culo, que se entreguen ya todos los demás-
Pero Teresita ya estaba muerta hacía rato, pero ellos seguían abusándola, dejando en su frágil cuerpo aquella semilla sanguinaria.
Al rato aparecieron el resto de compañeros, los siete miembros del Frente Popular del sur de la isla, bajaron todos con las manos en alto, entre las risas de los fascistas, mientras preparaban el material para encadenarlos.
(1) «Cabrito’ en la lengua de los antiguos indígenas canarios.
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