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“…Y no quiero que se acabe, eres tanto que no cabes…”
Residente
La oncóloga acostumbrada a dar miles de malas noticias lo recibió en su frío despacho de la lúgubre planta baja del hospital. Les pidió a su hija y a Roberto Cáceres que se sentaran. Por su cara el hombre adivino que nada bueno iba a salir de aquella boca enmarcada en un rostro con gesto de témpano de hielo:
-Se ha extendido, no esperábamos que fuera tan rápido. Le quedan menos de tres meses de existencia, la enfermedad se está comiendo sus órganos vitales-
Roberto solo pudo articular un:
-Es que me quedan algunas cosas por hacer- mientras brotaban lágrimas espontáneas de sus ojos marcados por años de sufrimiento.
Se hizo un silencio en la habitación, la médico no levantaba el rostro del escueto informe, Rosa se aferraba a la mano temblorosa de su padre en una situación indefinible.
No había nada más allá de aquellas paredes que pudiera turbar aquel instante:
-Habrá que resistir con entereza esa ha sido mi vida, una lucha constante- comentó en un susurro el enfermo.
La doctora lo miró sin responder acostumbrada a esos momentos que eran parte de su aburrida rutina diaria.
Se levantó y abrió la puerta uniéndose a la sala de las enfermeras que preparaban nuevas pruebas y noticias para otros pacientes.
Roberto y Rosa parecían dos animales desvalidos, salvajes, desamparados, abandonados en el centro de una ciudad gris atravesada por autopistas infernales de sol y humo, sol y humo, entre una niebla lluviosa de gotas negras de rocío y llanto:
-Hay que morir para que nazcan otros- sonó en el pasillo sin final desde una garganta rota.
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