
«Domingo del Rosario, fue uno de los que más hombres tiró por la Sima de Jinámar y los pozos de Arucas y Tenoya, estaba en todos los fregados de Falange donde hubiera sangre y violaciones de mujeres, presumía de haber estado en el frente de guerra donde la metralla de una granada roja en Belchite se le clavó en su ojo derecho, recuerdo como le apestaba la boca siempre a bebida, socio habitual de las casas de putas de la calle 18 de julio en el barrio del Lugo de Las Palmas, cuando miraba sus manos veía crímenes, miles de hombres y mujeres sufriendo el horror del fascismo».
Sebastián (Chanito) Santana Tejera, vecino de Tamaraceite en los años del genocidio
Lolita Soto, se subió a la guagua de Tamaraceite en la parada de la esquina de la calle Almansa en Guanarteme, junto a la tienda de Jacinto, Vicente el chófer la saludó con un gesto de cariño, la conocía de más de treinta años, de cuando todavía el cáncer no la estaba devorando por dentro.
Su hija Lucía Campos, la sentó no con mucho esfuerzo en el único asiento libre, reservado con un pequeño rótulo para los “caballeros mutilados” de guerra, por supuesto los del bando fascista, vencedor de la contienda.
La pobre mujer había sido limpiadora de las casas de los ricos en Ciudad Jardín toda su vida, por eso el paciencioso Vicente la conocía muy bien, muchas madrugadas de lluvia y frío la había recogido en la parada frente a la plaza de la iglesia, junto a la barbería de maestro Pedro y sus hijos.
Cada día más flaca por el exceso de trabajo y la comida escasa, al humilde conductor le preocupaba su salud, pasaban los años y veía su continuo deterioro, parecía un fantasma, las piernas flacas, vestida de negro, con la bolsa de papel y el pañuelo marrón en la cabeza, siempre tenia un ¡Buenos días! cantarín, con una dulce sonrisa en su boca cuando subía al vehículo.
Pero aquella noche de enero de 1967 parecía una sombra de lo que fue, excesivamente delgada, un saco de huesos, demacrada, con ojeras negras, el rostro de la muerte, por eso el amable Vicente, hasta paró el motor y se levantó para ayudarla a sentarse.
Fue en la siguiente parada con el bus repleto, en el barrio de Chile, con la gente hasta de pie, cuando subió muy borracho, como casi siempre, Domingo Del Rosario, el conocido falangista de Las Perreras, al que llamaba todo el mundo, “La tuerta”, por que había perdido un ojo en la masacre de Belchite, y también por su afición a los niños menores de edad, a los que solía acosar con frecuencia y que más de una vez violó aprovechando su posición de héroe nacional, de torturador habitual en el Gabinete Literario.
Venía como siempre con andar erguido, arrogante, con el pecho repleto de medallas con cruces gamadas, yugos y flechas, estrellas negras de reclutas rebeldes que presumía a viva voz de haber asesinado.Vicente puso mala cara cuando lo vio al subir levantar el brazo gritando un enérgico ¡Arriba España! Nadie contestó:
-Mi sitio está ocupado soy un veterano de guerra, levántese vieja bruja- le dijo con fingido acento peninsular a la desahuciada Lolita.
La mujer asustada trató de incorporarse como pudo, asustada al ver el uniforme azul y la pistola al cinto del viejo nazi:
-Rápido cojones que este sitio es para los que dimos todo por España-
Un muchacho que estaba agarrado de uno de los hierros del techo más atrás la ayudó a levantarse, Vicente paró la guagua a la altura del cuartel de Infantería de Marina cerca de Las Torres:
-Mejor te diera vergüenza desgraciado con esta pobre mujer enferma- le increpó el conductor.
El fascista se le acercó y le dio una fuerte bofetada, el chófer cerró los puños, agachó la cabeza y volvió a poner el motor en marcha, el silencio era absoluto en el transporte público, varias personas se levantaron como resortes para cederle el sitio a la señora, fue un trayecto lento, triste y con caras de rabia, mucha impotencia ante el vergonzoso escarnio y abuso de poder.
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