
Una mujer sujeta a su bebé en el suelo frente a las oficinas de la agencia de refugiados de la ONU en Ciudad del Cabo (Sudáfrica), tras una ola de ataques contra los extranjeros del país. AP
«Las semillas de soledad crecen en mi cuerpo y un árbol de espinas
me hiere sin cesar
las semillas de soledad fecundan mi alma
con campos por desbrozar, con germinaciones interrumpidas
las semillas de soledad crecen más rápido que el tiempo…
las semillas de soledad se hunden mil leguas bajo tierra
y el viento murmura historias de soledad que
hablan de la brisa, del soplo del mar
del eco de las montañas y del ruido de la lluvia
cuando suavemente la tierra se pone a vomitar».
Abena Busia (1953)
Tras tenerla a la fuerza como esclava sexual en el prostíbulo durante cuatro años, a Natile la dejaron marchar cuando el Señor Johnson Makele murió de Evola, cuando vio el sol de la calle de tierra y barro quedó deslumbrada por los rayos del sol, llevaba encerrada en un pestilente cuarto oscuro demasiado tiempo, las figuras de las personas que caminaban por la calle parecían sombras de luz alargadas, como si midieran cuatro o cinco metros de altura, ella apretó a Yusu contra su pecho y siguió andando lenta, no sabía adonde ir, solo que entre más se alejara de aquel infierno estarían más seguros. Entre unos árboles de un bosque semitalado notó el frescor del agua en sus pies, ya se había olvidado del líquido limpio, bajo la cama donde los hombres la usaban como una muñeca rota corría un río de vertidos fecales, se acostumbró tanto a esa peste constante que nada del mundo exterior podía oler de otra manera, miró a Yusu por un instante, sin dejar de andar con el agua por las rodillas, el niño no paraba de mamar del manantial inalterado de su pecho repleto de heridas.
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