
Los prisioneros abarrotan el campo de concentración habilitado en la plaza de toros de Santander. Biblioteca Nacional de España
«En el campo amigo te podían llevar en cualquier momento, allí estábamos acobardados, esperando la muerte, cuando sonaban los pasos de aquellos asesinos en las explanadas a cualquier hora de la madrugada, sacaban a los amigos a la fuerza, a golpes, destino a cualquier lugar donde estaba esperando la muerte».
Pedro Ruiz Santiago, preso político en el campo de concentración de Gando.
Cada vez que había alguna batalla ganada, por pequeña que fuera en los frentes de España, los guardias civiles, militares y falangistas sacaban hombres de los campos de concentración de Gando en Gran Canaria o Fyffes en Tenerife para fusilar o desaparecer, los camaradas presos llegaron a desear que aquella confrontación se arreglara de alguna forma misteriosa, mágica, sin explicación, casi surrealista, pero que nadie ganara, quizá que incluso triunfaran los fascistas para que no siguieran matando.
Aquello parecía un partido de fútbol retransmitido por radio, donde siempre perdía el equipo de los empobrecidos, de quienes trazaban frases de libertad en el horizonte, los nazis llegaban a cualquier hora, lista en mano, gritando nombres y apellidos, los nombrados sabían que la muerte había llegado a su puerta, tocando vestida de azul, directos al paredón, al pelotón de fusilamiento, al fuego atravesando la carne en balas de angustia y terror.
La permanente venganza se decidía en las sedes falangistas, en los bares de oficiales entre wiski y ron aldeano, medios borrachos:
-¿Ah que perdimos? Pues costará cien muertes más- decían eufóricos ante una guerra ganada de antemano, respaldada por los crueles alemanes, por los hombres de negro de aquel asesino llamado Mussolini.
Era imposible dormir relajadamente, en cualquier momento un alboroto, gritos, ruido de botas, de armas cargadas, portazos anunciando que tal vez había llegado la hora de enfrentarse con el anunciado final.
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