
Hospital Psiquiátrico de Schönbrunn; 1934, foto tomada por el fotógrafo de las SS Franz BauerHeilanstalt
«(…) Entre 1939 y 1945, fueron asesinados en torno a 300.000 discapacitados en más de 100 hospitales. Pese a que incluso se celebraron juicios al final de la guerra contra los responsables del programa, dentro de los procesos de Núremberg, esta masacre fue cayendo poco a poco en el olvido. El monumento que conmemora en Berlín este genocidio no fue inaugurado hasta 2012...»
Guillermo Altares, Los discapacitados, las víctimas olvidadas del nazismo
A Nicanor Rodriguez Mayor, lo mataron dándole martillazos en la cabeza, primero era una especie de coña siniestra de Antonio Samsó, que encontró la herramienta en la mesa de la cocina, el falangista de Vegueta, le iba dando golpecitos entre las risas del resto de nazis.
Cada golpe le iba sonando como si una piedra gigantesca lo golpeara:
-Tengan piedad de mi niño por favor señores, no tengo a nadie que lo cuide- dijo el viejo pedrero anarquista, mientras la sangre le corría ya por todo su cuerpo.
Desde la cama Robertito, lo miraba con media sonrisa, le caía la baba, el muchacho de veinte años nunca había caminado, tampoco podía comer solo, ni asearse, tan solo observaba con sus ojos sin vida, fijados en la escena dantesca, en la que un grupo de hombres acababa con la vida de su padre.
Parecía entenderlo todo, porque por su mejilla corría una lagrima sin llanto, media sonrisa y llanto, como si no pudiera cambiar aquella expresión inerte, pero por dentro fluyera un manantial de tristeza infinita.
Luego lo sacaron de la cama donde llevaba toda su vida, su cuerpo estaba rígido como un muñeco de madera, en el patio lo mantearon, burlándose de su tara, de su cerebro paralizado, de que no pudiera hablar, de su desnudez, haciendo bromas sobre el tamaño de su pene.
Cuando se cansaron lo tiraron en el estercolero trasero de la vivienda, desnudo bajo la lluvia de aquel febrero del 37, tiritando no podía moverse, boca arriba miraba al cielo, vio pasar una lechuza blanca como la luna, silenciosa, el animal lo miró desconcertado, pero Roberto se quedó inmóvil, solo escuchaba las risas de Samsó, que decía algo con su acento inconfundible de niño rico, algo sobre que mañana vendrían las hermanas javerianas a buscarlo.
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