
Dibujo de Miguel Montecinos, ex prisionero político de Villa Grimaldi (Chile)
«Nosotras, que estábamos vendadas, escuchábamos las torturas, los gritos de las personas y las órdenes de traer agua hirviendo. Después a mí me hacían limpiar el lugar, donde había restos de piel, de pelo… no quiero seguir hablando».
Lelia Pérez
Tenían a las dos muchachas, Sandra y Rosario, en la habitación destinada a las féminas y homosexuales en la Comisaría de la calle Luis Antúnez, aquel cuarto, primera puerta a la derecha, casi en la calle, la única estancia con un viejo camastro, que nunca era usado para torturar a los hombres, estaba reservado por los capos del centro de detención de Falange para «ocasiones especiales», según decían.
Los jefes aquel día eran el conocido árbitro de fútbol apodado «Juan Pintona», Alfredo Ribas, dueño de la Tintorería París y Vicente Trujillo al que llamaban «El Mojica».
Las chicas, muy jóvenes habían sido detenidas en sus casas la misma noche de aquel sábado de noviembre de 1937, ambas acusadas de pertenecer a la JSU y delito de rebelión, lo que era algo muy grave, que casi siempre acababa en asesinato y desaparición fulminante.
El famoso colegiado insistió al resto de falangistas en que era necesario sacarles información sobre otras mujeres y hombres de aquella organización en aquellos meses residual, por haber sido asesinados todos su miembros que pertenecían a las juventudes del PCE y de un PSOE marxista leninista en aquellos años.
Entonces Trujillo les dijo que esperaran para hacer una llamada, en menos de media hora se presentó Arcadio Jiménez «El Cuca», con la jaula de las ratas, llegó sonriente, saludando brazo en alto a sus camaradas con un potente ¡Arriba España!
Las muchachas casi niñas, de unos dieciocho años, se miraron con horror porque sabían lo que les esperaba, Trujillo las acababa de colocar sobre una mesa amarradas con las piernas abiertas y los brazos atrás, llevaba rato abusando de ellas y haciéndoles mucho daño con unos alicates en sus pechos.
Ellas tenían un pacto secreto de no hablar bajo ninguna circunstancia, un acuerdo sellado tres semanas antes en la casa de la abuela de Luisa Ramírez en el barrio de El Fondillo, Tafira, donde habían debatido sobre esa posibilidad, de lo importante que sería de ser detenidas poder aguantar el inmenso dolor de la tortura, las vejaciones sexuales de los fascistas:
-Sufrir y aguantar hasta la muerte y ver el final como una liberación, porque de allí hagamos lo que hagamos no saldremos vivas- había dicho Lucía Monzón al final del encuentro, cuando fueron saliendo de dos en dos para no levantar sospechas en la oscuridad de la noche.
El viejo Jiménez soltó a los roedores en el suelo, eran grandes y negras, las típicas que se veían en estercoleros y cloacas, los animales se le subieron por el pantalón a gran velocidad hasta los hombros, allí se quedaron esperando una orden, tal vez un gesto para comenzar a hacer «su trabajo».
Los tres falangistas se alejaron aterrados de Arcadio que se reía a carcajadas al ver el miedo de sus camaradas:
-No hacen nada, solo se comen por dentro el conejo de las rojas- dijo con una carcajada que traspasó las paredes del lúgubre recinto.
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