
Autoridades fascistas de Arucas durante una procesión en el año 1949
«Era habitual que viéndose condenados a la muerte por la edad o enfermedad mala, se presentaran en cualquier casa o hicieran una llamada a las mujeres o hijas de los asesinados por Falange, contando donde estaba su familiar, si en tal pozo, en tal sima, en tal chimenea volcánica, en tal fosa común, de esta forma pensaban que podían lograr el perdón para no ir de cabeza al infierno».
Juan Quesada Cabrera
Se le veía siempre arrodillado en primera fila de la catedral de Arucas, hasta don Pedro el cura viejo, le tenía que pedir alguna vez que se fuera a su casa para asearse, que así en la casa de Dios no podía estar: sin afeitar, despeinado, oliendo mal, siempre pidiendo perdón cada vez que olía una sotana o veía un Rosario, al que besaba de forma apasionada llenándolo de saliva y baba.
Antoñito Quintana de Soria, más conocido por «Ñito el de La Goleta», vivía estremecido por el perdón de su señor Jesucristo, veía como se hacía viejo y venían a su mente todos los crímenes horrendos, las aberraciones y torturas cometidas sobre vecinos honrados del pueblo, conocidos de toda la vida, en los tiempos que en era cabecilla de Falange en este municipio norteño de la isla de Gran Canaria.
A veces tomaba la guagua y se recorría varias iglesias: Moya, Firgas, Cardones, Bañaderos, Tenoya, confesándose en todas con distintos sacerdotes, a todos les pedía lo mismo: el perdón por tantos asesinatos.
Los curas le decían que ya estaba más que perdonado, que rezara, que aquello habían sido solo «excesos de juventud», «que con todo lo que estaba en la casa de Cristo ya seguramente el Espíritu Santo se había apiadado de su alma atormentada», «que estuviera tranquilo», «que la Santa Cruzada que había emprendido era más que necesaria para terminar con aquellos marxistas hijos del demonio.
Pero Ñito no estaba nunca conforme, volvía junto a la Sacristía, se arrodillaba, se acostaba boca abajo como hacían los seminaristas en su ordenación, tenía que venir a veces la policía local a rogarle que se comportara, que los niños que iban a la catequesis se iban a asustar de verlo en ese estado.
El viejo jefe falangista llevaba en la mente cada rostro en los que participó para arrojarlos al fondo de los pozos de Tenoya y Arucas, a los muchos que lanzó al vacío en la Sima de Jinámar, en la fusnia de Los Giles, en la chimenea volcánica cerca de Sardina de Gáldar, así no podía vivir, el creía en su fanatismo religioso que Dios no lo perdonaba, que lo esperaba irremisiblemente el más cruel infierno, el fuego eterno, el tenedor del diablo que lo iba a insertar, por haber hecho tanto daño.
Su hijo José Luis, que era guardia civil, ya en «democracia», iba a veces a buscarlo, lo levantaba del suelo, le sacudía la ropa sucia:
-Pero padre así no puede usted seguir, se va a enfermar de verdad, todo lo que usted hizo bien hecho estuvo, gracias a Dios están todos esos rojos muertos y no acabaron con nuestra Santa Madre Iglesia, no se follaron a nuestros niños- le decía con voz tenue, en un acento lento, en voz baja, como si le diera vergüenza que la gente lo viera con el viejo en ese estado.
Al no obtener el perdón que necesitaba, se convirtió por más de veinte años en parte del paisaje de la Plaza de San Juan y de la iglesia, ya la gente lo veía como quien ve un perro abandonado, un objeto tirado en el suelo que nadie quiere recoger.
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