
El buque «Sancho II», cargando fruta junto al pescante de Garachico (Tenerife)
«La verdad de sus manos, / sus ojos / que ordenaban la luz en la ciudad de sus rostros, / sus muslos de arena caliente, /sus bosques acorralados de esperanza»
Pedro García Cabrera (A sus amigos ahogados)
A los tres muchachos de San Andrés y Taganana, junto a Don Cosme, el viejo maestro de escuela de La Laguna, nacido en Santillana del Mar, los sacaron del «Santa Rosa de Lima», barco frutero de los terratenientes ingleses anclado en Santa Cruz de Tenerife. Los chiquillos que no pasaban de los veinte años, preguntaron que dónde los llevaban. El jefe falangista Pedro Zaragoza, conocido por ser el hijo mayor de una familia de caciques de la isla, les contestó con una sonrisa avinagrada: -De ruta cultural jóvenes, queremos que conozcan esta costa Norte de Anaga tan bella y peculiar.
El anciano profesor que tenía rota una cadera arrastraba toda la parte derecha del cuerpo con un bastón de madera, por eso los chicos lo ayudaron a subir, todos se sentaron en la lanchilla pegados a proa, iban con las manos amarradas, muy apretadas, con soga fina de barco.
La embarcación navegó mar adentro entre la niebla, tres falangistas custodiaban a los detenidos apuntándoles con fusiles, como a unos tres kilómetros de la costa, un hombre de paisano con aspecto de pescador comenzó a preparar unos sacos grandes de los que se usaban para los racimos de plátanos. Les metió dentro varias lajas de playa de peso considerable, luego fueron introduciendo a la fuerza y entre golpes a los hombres después de amarrarles las piernas.
Los cuatro sabían que serían arrojados al mar desde que Zaragoza diera la orden, se escuchaban rezos, llantos, ruegos, insultos indescifrables.
A los quince minutos aproximadamente se paró el motor de la barquilla, haciéndose un silencio aterrador, entonces uno de los falangistas sacó un gato blanco y negro de una mochila y lo metió dentro del saco del profesor, al momento estaba maullando y atacando con uñas y dientes al docente, que gritaba de dolor.
En un instante los fueron agarrando entre dos falanges y tirándolos por la borda, llamaba la atención como todo aquel escándalo se convirtió en silencio, en alguna risa o comentario de los uniformados, hasta que el ruido del motor inundó la triste noche, Zaragoza ordenó regresar, según dijo, había que recoger a otros cuatro del correíllo «Gomera».
Sobre el mar no quedó nada, solo el inmenso océano negro por la extrema profundidad, el sonido del viento que era como una música lejana, se levantaban pequeñas gotitas de agua cuando el sol se presentía por el horizonte.
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