
Campo de concentración del Lazareto de Gando en Gran Canaria (Cortesía de Fernando Caballero Guimerá)
«En algunas literas dormíamos dos o tres flacos como tollos, parecíamos sacos de huesos, allí no calentábamos unos contra otros del frío helado del invierno franquista».
Ramón Padrón Rodríguez, preso herreño en el campo de concentración de Gando
El corazón helado, la boca seca por la constante sed en unos cuerpos desnutridos por él hambre, los golpes de los Cabos de Vara sin venir a cuento, como si el objetivo principal fuera destruir la moral de aquellos hombres destrozados, hundidos, muchos condenados a muerte sin fecha de fusilamiento, aunque todos sabían que cualquier noche sonaría el escándalo de la Brigada del amanecer, formándolos a pie de litera, leyendo nombres y apellidos de una lista interminable, todos sabían que era una especie de lotería de la muerte, que si los nombraban en un instante estarían encadenados en el camión de plátanos destino a un lugar de exterminio.
Una carretera de tierra estrecha en la oscuridad de un barranco camino de un pozo concreto, de una grieta, de una chimenea volcánica señalada en el mapa siniestro del genocidio, por la que serían arrojados vivos o tras un violento disparo en la nuca.
Por eso lo peor eran las madrugadas, cuando el sueño era más profundo, el momento del estruendo de aquellos nazis de azul, borrachos como cubas para atenuar el instante del crimen, tal vez aliviar sus consciencias asesinando en muchos casos a conocidos que habían visto en las calles del pueblo, del barrio, de la ciudad durante toda sus vidas.
El narcótico era ron aldeano, las arengas de los jefes falangistas para acabar con los enemigos de España, para luego ir a sus casas y violar a sus mujeres en un acto de supuesta gallardía, el poder ilimitado de aquellos machos del yugo y de las flechas armados hasta los dientes.
Cualquier ruido nocturno suponía un sobresalto, aunque sobre el techo de la improvisada prisión volara en ese instante una sigilosa lechuza, un alcaraván reuniendo a sus crías, el viento marino removiendo las planchas del inexpugnable techo del alba.
No se podía olvidar jamás cuando venían a llevarse a los condenados en ilegales Consejos de Guerra, la despedida colectiva de seres anulados ante la inminencia del fusilamiento, siempre en el campo de tiro de La Isleta.
Un 29 de marzo del 37 mi abuelo Francisco González pidió por sus huérfanos horas antes de su ejecución. Los abrazos y besos, el bullicio colectivo porque ya no los verían nunca más, luego el silencio y la ausencia más triste de sus desgraciadas vidas.
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