
FOTO: Archivo de la Fedac.
«Cuando no sacaban la información que deseaban era habitual que los falangistas llevaran esposas o hijas para violarlas y torturarlas delante del detenido hasta que loco de dolor delataba a sus compañeros».
Ezequiel Ventura Domínguez, detenido y preso en los años del genocidio canario
Domingo Molina, ya percibía en su cuerpo una extraña sensación de fatiga y sueño que le hizo pensar en la antesala de la muerte, de alguna forma sentía satisfacción por no haber delatado a los compañeros del partido, aguantar las brutales torturas diarias durante ocho jornadas, día y noche, en aquella oscura habitación de la comisaría improvisada de los Arenales en Las Palmas.
¿Qué les podía decir que ya no supieran?
En una isla con tan pocos habitantes se sabía todo, se conocían todos, muchos de los que estaban en aquel centro de exterminio eran conocidos: tenderos, repartidores, policías, albañiles, carpinteros, sepultureros, jugadores de fútbol del mismo equipo que Domi, meses antes se habían enfrentado al Victoria en el Campo España y celebrado juntos el campeonato en la cervecería La Salud, personas que antes de julio del 36 eran normales, cada una con sus ideas, pero no torturaban, no asesinaban, no violaban y descuartizan viva a una mujer con una oxidada navaja de afeitar.
Por eso se quedó de hielo cuando entre cuatro falangistas abusaron de Cristina en su presencia, ella que no tenía nada que ver con política ni le interesaba. Domingo lloraba porque la amaba más que nada en el mundo, quería matarse y les gritaba a los nazis mientras la destrozaban:
-Pero es que no tengo nada más que decirles, ustedes ya lo saben todo-
A lo que el famoso árbitro de fútbol y jefe de Falange, Juan Pintona, le respondió:
-Claro que lo sabemos hijo de puta, solo queremos que mueras sufriendo viendo como nos follamos a tu mujer, para luego traerte y hacerle lo mismo a tu niña la más chica, que la tenemos ya en la habitación de al lado-
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