2 octubre 2023

Las rosas del alba

Los
hermanos Torres siempre habían deseado a las hijas de Miguel Robaina, las
muchachas los rechazaban y ellos seguían molestándolas, persiguiéndolas cuando
salían de las clases de costura de Fefita Acosta en el barrio de la Angostura,
les decían todo tipo de barbaridades sexuales y las muchachas salían corriendo
cuando las intentaban manosear.
Varias
veces su padre se enfrentó a los dos jóvenes que salían corriendo conociendo la
enorme fuerza de Miguel, un jornalero muy alto con brazos de acero de toda la
vida trabajando, unas manos enormes,  capaz
de levantar dos sacos de papas y colocárselos en los hombros de una sola tirada
sin casi esforzarse.
Con el paso
de los meses, ya en marzo de 1936, los dos hermanos, Manolín y Eusebio
esperaban a las chicas vestidos de Falange, las seguían persiguiendo y
molestando, esta vez también acusándolas de ser hijas de un rojo, ateo y masón,
que iban a pagarlas todas juntas cuando se iniciara la que ellos llamaban la “Santa
Cruzada”.
Los rumores
de golpe de estado estaban presentes en cada reunión, en los bares, en las
tiendas de aceite y vinagre, se percibía en el ambiente que algo horrible iba a
suceder, se veía a los falanges y a los miembros de Acción Ciudadana cada vez más
envalentonados, metiéndose con todo el mundo en las calles, apareciendo en
manifestaciones con palos y barras de hierro para golpear a personas
desarmadas.
Unos meses
después, la madrugada del lunes 20 de julio, se presentaron junto a doce
falangistas más en la casa de Miguel y sus hijas Luisa y Sandra, desde que el
hombre abrió la puerta sorprendido, le ataron las manos a la espalda y le
pusieron una capucha negra en la cabeza, las chicas abrazadas a su madre Lucía
González no paraban de llorar:
-Ahora van
a saber lo que es bueno jodías putas rojas- dijo el hermano menor de los Torres,
mientras ordenaba a dos de los fascistas sacarlas de la casa y meterlas en uno
de los coches, varios vehículos negros, aparcados junto a un camión en la
explanada de la vivienda familiar.
En un
instante se vieron camino de Las Palmas por la carretera de tierra que bajaba
desde el centro de la isla, a cada lado iban los dos hermanos que les hacían
tocamientos en los pechos y muslos, las chicas gritaban de miedo y los
fascistas se reían a carcajadas pasándose una botella de ron de caña y obligándolas
a beber:
-Ya les
dijimos que les llegaría la hora hijas de puta- exclamó Manolín mientras le
echaba el humo del cigarro Virginio en los ojos de Luisa.
Llegando al
cruce de Tafira cuando ya estaba amaneciendo vieron pasar un camión a toda
velocidad cargado de hombres atados, en un extremo y por su altura vieron a su
padre que las miró un instante con los ojos repletos de lágrimas, sabían que ya
no lo verían más, que su destino estaba escrito en el fondo de algún pozo o
sima volcánica.
Al llegar a
Vegueta ya estaban casi desnudas, los camisones de dormir rotos, sus cuerpos
repletos de heridas, las caras destrozadas por los golpes de aquellos salvajes,
seres con un odio irracional hacia las muchachas que los habían rechazado
durante tantos años.

El viejo Ford conducido
por el chofer del tabaquero Eufemiano Fuentes, un tal Arsenio Santiago, que no
dejaba de mirar por el espejo lo que sucedía en el asiento de atrás, se desvió
camino del sur hacia un destino desconocido en la terrible oscuridad de una
carretera desolada, donde solo se veían mujeres andando lentas, tristes, hacia
los tomateros, ninguna levantaba la cabeza, miraban al suelo, como si alzar la
vista pudiera destrozarles el alma.

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