
Tortuga Boba (Caretta caretta), rescatada en aguas de la Isla de El Hierro (FOTO: Cabildo de Gran Canaria).
“En el año 2007, las focas, las nutrias, los leones, las tortugas, las ranas, los simios, las serpientes, las mariposas, los osos polares, los guepardos y las ballenas empezaron a desaparecer junto con sus hogares amueblados: bosques nubosos, selvas tropicales, bolsas de hielo, bosques boreales, arrecifes de coral, bosques de árboles de hoja caduca, coníferas y palmeras”.
Eban Goodstein.
Todavía no había amanecido cuando sobre el mar se divisó una silueta gigantesca, avanzaba lentamente a pocos metros de la costa, parecía buscar algo y estar sorprendida por tantas luces de los hoteles y apartamentos, enseguida vimos que era una tortuga enorme, de más de dos metros y medio, se iba acercando a la arena de la playa, siguió unos trescientos metros y decidió salir con su paso lento, pareciera que le costara hacer cada movimiento, miraba con su cabeza todo a su alrededor.
Aquello no era como hacía cien años, ya no existía aquella playa solitaria rodeada de dunas y vegetación de costa, de fondo se escuchaba el sonido de los bares de playa, los gritos de los turistas borrachos, no obstante ella siguió avanzando y como a veinte metros comenzó a cavar un agujero con sus aletas, en un instante empezó a expulsar huevos enormes y húmedos de su vientre.
La galápago guiada por el instinto mágico del universo quiso a pesar de todo dejar su legado, varias parejas se tambaleaban por el paseo de Pasito Blanco, grupos de africanos intentaban vender sus abalorios, ella seguía impasible poniendo sus cientos de huevos, consciente de que en su mayoría no llegarían al mar, que si llegaban serían devorados por depredadores, destruidos por el inmenso mar de plástico que ella misma sentía en su aleta con una pequeña red de arrastre atravesada entre su cabeza y la extremidad izquierda. Yo me acerqué, traté de quitársela pero necesitaba algo cortante, le pedí unas tijeras a los manteros, me la prestaron y pude cortársela, ella me miró un instante con sus ojos llorosos, una mirada tan profunda que solo puede venir de un ser de luz.
Más tarde enterró el improvisado nido sin miedo al infierno que la rodeaba, nos quedamos un buen rato sentados viendo como avanzaba hacia al inmenso Atlántico, serena, ni siquiera miró para atrás, consciente de que estaba sembrando vida a pesar de la desolación y el desastre, en menos de cinco minutos se perdió en la inmensidad.
Un hermoso artículo de conciencia, tan necesaria para que al fin nuestro planeta respete a los animales.